martes, 16 de agosto de 2016

Andrés Morales: Danza macabra






Andrés Morales.
Santiago de Chile, 1962. Licenciado en Literatura por la Universidad de Chile y doctor en Filosofía y Letras por la Universidad Autónoma de Barcelona (España). Ha publicado más de 20 libros de poesía. Los últimos son: Demonio de la nada (2005), Los cantos de Sibila (2008), Ejercicio de Escribir (2010), Poemas (2011), Antología breve (2011), Escrito (Santiago, 2013), Escenas del derrumbe de Occidente (2014), Poemas escogidos (Bucarest, 2014). Su obra se encuentra parcialmente traducida a trece idiomas (inglés, francés, croata, portugués, chino, sueco, catalán, etc.).


Danza macabra
Dios nunca juega a los dados,
pero los carga de muerte.
Dios nunca juega a las cartas,
aunque a su hijo lo cuelguen.
Dios ya no lee las manos
ni traduce cenizas.

Dios tan solo bosteza
mientras la danza macabra
nunca se acaba en la sangre.


Némesis
Las penas del infierno para mí,
los perros de la rabia tiritando;
las últimas noticias del desastre,
el ávido y perpetuo desencanto.

Única y perfecta la desdicha:

El mar definitivo que retumba.

Retrato bajo la lluvia
Escribo la palabra enamorado
en el aire, quizás en la cortina
y esa luz abriéndome el asombro
escribe ya perdida y yo perdido
escribo entre las diez y las catorce
en medio de estas nubes, repetido
para verte de una vez perfectamente
como agua recortada por mis ojos.

Vallejo
Al menos algún muro estuvo claro,
el sol, aquel balcón, habría visto
el niño agonizante, las palabras
roncas al rincón, habría visto
el mar y no las calles, de seguro
por la inmensa catedral iconoclasta.
Ni un día solamente, como ciego,
olido, husmeado, habría roto
el arca del silencio en su camastro
ajeno, volando sobre Francia,
hundido en las islas guanaqueras.
(a Miguel Ángel Zapata)

Los elegidos
Fuimos una estirpe generosa
el don que nos fue dado en privilegio
lo hicimos madurar perfectamente.
Sólo que algo nos faltó, no fue el silencio
ni el ansia de morir en la batalla.
Sólo que algo estaba allí detrás del sol
y las noches donde el mar se estremecía.

Vimos los caballos y los peces,
el rápido aletear del tiempo ajeno;
vimos el diluvio, la ruina, el esperpento
y el húmedo contacto de la tierra.

Nada es como ayer ni puede darse
el fruto en el invierno despiadado;
la historia no quisiera recortada
al tiempo reescribirlo en la derrota.

Cada cosa en su lugar,
también la muerte.

Fuimos una estirpe generosa.

                                                           (A Mauricio Barrientos)

Los videntes
Todos íbamos a ser Rimbaud.
Todos íbamos a ser Artaud.
Todos íbamos a ser Edgar Allan Poe.

Lo que pasa es que ni Verlaine,
ni un poeta menor, ni aquellas líneas
del pequeño escribano de la corte.

Nada, ni en el aire, ni un poema:

Todos íbamos directo al matadero.


El impaciente
                                               El monumento somos de una vida
                                               ajena y no vivida, apenas nuestra
                                               Octavio Paz

Tal vez nos hizo esclavos, del ritmo,
de las piedras,
y nada fue mejor o más secreto y nuestro.
Perfectamente el agua,
Perfectamente todos los nítidos contornos.

Tal vez no abandonamos aunque la rueda ha roto
el ruido de su marcha
el rápido sin fin.

Aquí miraba el puente aquél desventurado
Pensando en esos arcos lavados y sencillos.
Nada lo inquietó, el río continuaba,
pero, esos, en la altura, jamás reconocibles,
fatales comenzaban su danza de la muerte.

Algo se detuvo: cruzó se congelaba,
no eran los caballos en estampida o llanto.
Algo se acercaba, ¿por qué nos detuvimos?

Los signos eran claros:

Aquél cerró los ojos y bostezó perdido
casi abandonado, también, el decorado.

(En la pequeña plaza de los fusilamientos
un niño se acercaba hacia la fuente, al centro)

Las llaves, las tijeras,
he visto en estas piedras
los golpes al caer el mármol que cerraban.
Todo en un momento, irrepetible y claro,
al mismo tiempo el paso del tren y las figuras,
al mismo tiempo el año de este mes, mañana.

Yo soy el impaciente,
el señalado, el cándido.

Y quiso abrir de nuevo la rueda su chirrido,
recuperar la fuerza la piedra y el cristal.

En estos ojos todo,
rencor y crueldad,
desvergonzados guiños, alegre risa oscura.

Reconoció su nombre –su pálido desnudo-.

Caían desde el cielo palomas o gaviotas.

Y era la belleza, entiendes, la belleza.

                                                           (A Marcelo Del Campo)      

Réquiem
(Fragmentos)

I.                    Dies  Irae
Al iris de la sombra de un ojo en la memoria,
al cóncavo y convexo espejo iluminado,
a la silueta exacta sorprendida en ascuas,
al número secreto que guarda más secretos,
a los inmensos –graves-conflictos-pasajeros,
a las tormentas huecas de pasiones muertas,
al universo en grietas, abriéndose o cerrando
las puertas y cometas que ascienden al delirio,
a los perfectos pasos que aún resuenan sordos
y a los perdidos pasos de quien ya no regresa,
al agua, al fuego, al cielo terrible de Tus Iras,
a todas esas piedras que cubren a los muertos
y a los gusanos hartos de tan humana carne,
al sol que ya ni entibia las tardes recordadas,
al pérfido dolor de los insomnios diarios,
a la belleza turbia de lo que no es hermoso
y al río que devuelve sus peces en veneno,
a la saqueada aldea, a la ciudad en llamas,
a la justicia a solas, a la memoria inquieta,
a todo lo que cae del tórrido verano:

Un largo adiós sin música de orquestas en sordina.

Silencio entero, lleno de noches sin mañana.

                                                           (A Stella Díaz Varín)

III. Rex Tremendae
El Dios que nos inunda en la desgracia.
El Dios de espinas, llagas y silicios.
El Dios de la venganza en este ojo.
El Dios que permitió la muerte injusta.

El Dios inmenso, todo, omnipotente.
El único, la Voz, el Trueno, el Odio.

El Dios que abrió la puerta del infierno:

El Dios que hizo al hombre y a este mundo.


Esperanza
Ha dejado el mazo, las cartas y la aurora;
ha dejado el mar y el mar es un espejo
de sombras que se agitan y cubren el follaje
de un bosque madrugando en una tierra seca
donde es mejor morir o solo abandonarse
en piedras replegado, en piedras, sin palabras.

Ha mirado el cielo, ha desenterrado
los huesos, la memoria, el miedo entre las manos.

(El cielo lo recubre como un barniz de plata
y se abren los cerrojos, aquellos, los perdidos
cerrojos que nos atan al sueño de la suerte).

Ha perdido el habla, el gesto, la sonrisa:

Aun así se cubren de estrellas. Se levanta.

                                                           (A Patricio Henríquez)

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