lunes, 13 de diciembre de 2010

Mi papá, el futbolista

Portero. José A. Viviani


Una profesión ingrata es la de arquero y mucho más en el infame fútbol colombiano. Este cariñoso retrato, guardado en la mirada de una niña, reivindica la imagen vapuleada desde las gradas cada domingo en la tarde.

Soy la hija de un futbolista. Llevo muchos años diciéndolo y me he acostumbrado a que la gente abra los ojos, me pregunte en cuáles equipos jugó, si fue famoso, me mire con cara de asombro y pronuncie frases como ésta: “¡Qué raro! Nunca me imaginé que los futbolistas tuvieran hijas como tú”. Muchos hombres mayores de treinta años suelen agregar: “¡Hebert Armando Ríos, claro! El mechudo que se las tapaba todas en el Varta Caldas”. Para los ignorantes del fútbol es extraño no verme un domingo con camiseta, gorra y radio; y de vez en cuando surgen “amigos de infancia”, aparecidos curiosamente después de su paso por la Selección Colombia o la Copa Libertadores, diciéndome orgullosos: “Yo le metí un gol a su papá” (sí claro, seguramente cuando tenían siete años y mi papá soñaba todavía con ser boxeador...).

“El fútbol es un orgasmo”, me dijo él unos días antes de subirse a un avión. Pensé en su vida transcurrida entre el embrujo de la gloria, el paredón de la fama y el ostracismo deportivo y recordé que ese orgasmo fue mi primera forma de vivir y entender el mundo. A mi bautizo mi papá llegó con los guantes y los guayos, en camino hacia la concentración. De padrino escogieron a César Augusto Londoño que en ese entonces, mucho antes de convertirse en uno de los periodistas deportivos más conocidos del país, estudiaba arquitectura y visitaba frecuentemente nuestra casa en Manizales, junto con Claudio Casares, Víctor Hugo del Río, Norberto Díaz y otros cuantos jugadores argentinos más. Mi muñeca más moderna la recibí del cartel de los Rodríguez Orejuela en una fiesta del América de aquella época y la más fea fue un recuerdo del Moscú comunista de los Juegos Olímpicos de 1980.

Las semanas en mi casa empezaban el domingo al final del segundo tiempo y terminaban ocho días después con el himno de inicio del nuevo partido. Los sábados eran una tregua: mi papá estaba concentrado o jugando a domicilio, así que mi mamá nos dejaba ver películas y dormir en su cama. Los domingos, en cambio, se definía la semana, la temporada, nuestra vida. Si el partido era en otra ciudad prendíamos una vela y escuchábamos la radio. Después de una derrota la espera de mi papá era lenta y la semana larga. A veces esto implicaba hacer maletas y cambiar de ciudad. Si jugaban en casa íbamos al estadio, aunque a mí solo me empezaron a llevar a los siete años. De esa época, tengo el recuerdo de mirar alrededor y ver a treinta mil personas gritando lo mejor y lo peor de mi papá, allá abajo, solo en el arco, protegido por una malla, sosteniéndose en ochenta kilos de fuerza, vitalidad y fervor.

Crecer en el medio del fútbol ochentero no significó solamente vivir entre jugadores argentinos, el boom del narcotráfico y la ansiedad del domingo. También implicó aprender a despedirse. En sus doce años de arquero mi papá pasó por el Varta Caldas, el América de Cali, el Santa Fe, el Quindío y el Tolima. Luego recorrió Europa estudiando fútbol y nos instalamos en Bélgica, donde trabajó en muchos clubes de diferentes divisiones. A su regreso a Colombia entrenó al Santa Fe y a cuatro equipos de la B. En total para mí: diez ciudades diferentes, trece colegios y 35 casas, apartamentos u hoteles donde vivimos más de tres meses. Mentiría si digo que me acostumbré a despedirme de mis amigas sin llorar. Tampoco he logrado desocupar una habitación sin mirar atrás. Pero sí aprendí a despedirme de mi papá.

Hace cuatro años se fue a vivir a Miami. Fue a buscar trabajo en lo único que según él sabe hacer: el fútbol. Nos despedimos con un simple abrazo, como todos los intercambiados en los aeropuertos nacionales e internacionales en medio de partidos, copas o pretemporadas. No lloramos, ni sentimos nostalgia. Me quedan siempre sus cimientos y el aprendizaje de vida a través del fútbol: la constancia de los noventa minutos; lo efímero de la gloria y la fragilidad del dinero; el espíritu de anticipación y la importancia de la resistencia; el respeto y escepticismo frente al adversario, la fuerza para enfrentarlo. Sé cómo es la espera hasta el final del segundo tiempo. Y cuando me encuentro con “intelectuales” refiriéndose al fútbol como a un mundo salvaje de revancha social y de hombres sin educación, me gusta contarles que mi papá me traía un libro de cada uno de sus viajes a los partidos a domicilio. Debería contarles también que descubrí el teatro en el Festival de Manizales, vi los clásicos del cine setentero en Cali, hacíamos torneos de ajedrez en las vacaciones, mientras que en la mesa oía críticas sociales. Nuestros largos recorridos por las rutas colombianas guardan todavía un sabor a salsa melancólica. Tengo diarios de viaje, en tres idiomas, de visitas a los museos europeos y a muchas ciudades del mundo.
Este año mi papá vino de nuevo a Colombia, de paso entre Miami y Uruguay. Trabaja, como desde hace 33 años, en el fútbol. Una despedida más. Confieso no haberme sentido triste, ni culpable por no estarlo. Mi papá me demostró una vez más su energía devoradora de juego, de sueños, de vida. Valdano dice de los jugadores: “Hay los que aman la vida y los que aman el fútbol (los demás solo son profesionales)”. Pues él ama la vida y ama el fútbol. En sus noches de insomnio mi papá me decía: “Algunos no duermen porque no tienen sueño, pero otros no dormimos porque tenemos sueños”. Y ahí sigue él, caminando en ellos y hacia ellos.

Por Nadia Ríos
Revista El Malpensante

jueves, 9 de diciembre de 2010

Genet y la razón de ser maldito

Jean Genet
El 19 de diciembre de 2010 se cumple un siglo del nacimiento del escritor francés Jean Genet en la Maternidad de París. Su madre, Gabrielle Genet, lo abandonó a los pocos meses de nacer y fue criado por la asistencia pública. De los ocho a los diez años se ocupó de él una familia de la región del Morvan, a la que Genet hizo la vida imposible con sus hurtos y rebeldías. Se había convertido ya en un ladrón y pasó su adolescencia en prisiones juveniles. Más adelante, recorrió media Europa como vagabundo y chapero: «Llevaba una carga tal de angustia que estaba seguro de que me pasaría toda la vida errante», escribe en su Diario del ladrón (1949), relato autobiográfico en el que evoca su conocimiento del mundo subterráneo de la abyección. Un libro que años después proporcionaría la clave literaria del componente rebelde, usurpador, subversivo o abiertamente delincuente de la adolescencia de Francisco Umbral , presente en tantos de sus libros. Ambos escritores tienen un punto de partida común: la soledad inconsolable del niño abandonado y la necesaria gestación de un personaje que responda al aislamiento social que les rodea.
Buena parte de Diario del ladrón transcurre en España («el país más descarnado de Europa»), donde Genet vivió entre 1932 y 1934, a un paso de la Guerra Civil. Barcelona fue una ciudad al parecer fundamental en su proceso de encanallamiento. En la mugre de aquel Barrio Chino que tanto encandilaba a los extranjeros, entre mendigos que cultivaban sus llagas porque les permitían conseguir algo de dinero, viejas prostitutas empapadas de sudor o de frío y homosexuales que solo conocían la degradación, el futuro escritor descubrió el orgullo que en realidad se precisa para mantenerse fuera del desprecio. Y quiso poseer la ciencia de aprovecharse de su miserable destino para transformarlo en una victoria. Cuanto más miserable era su modo de vida, más intensamente se desarrollaba en Genet el fulgor de la belleza del fracaso. Hasta el punto de querer rehabilitarlo como forma de arte. ¿Era el primero en hacerlo? Por supuesto que no.
Podría definirse el malditismo como aquella orientación ética y/o estética que se complace en el universo del mal como afirmación frente a una sociedad que margina al individuo y al que este, como contrapartida, no desea pertenecer. Hay muchas formas de malditismo, quizá tantas como culturas capaces de generarlo, pero algunas han quedado como peculiarmente típicas. Por ejemplo, la que a mediados del siglo XIX se gestó en torno a la exaltación del desenfreno, la vida bohemia y la genialidad ( Baudelaire, Villiers de l’Isle Adam, Rimbaud, Verlaine, Oscar Wilde, Alejandro Sawa).


Hasta la última gota de veneno
La razón de ser de estos poetas malditos no era la de estar por encima de las angustias de la vida (como Goethe), sino considerar que la vida es lo que es y el artista, más que cualquier otro, la asume hasta llegar a conocer las regiones más remotas y ásperas buscando realizarse a sí mismo, apurando la última gota de los venenos que le ofrece, «transformando de pronto el azul en delirios» (Rimbaud). El mérito radica en que supieron extraer de su posición una creación personal a la búsqueda de una verdad incómoda pero luminosa.
La segunda ola de malditismo se corresponde con los años cincuenta del pasado siglo, y lo cierto es que ya no ha dejado de estar presente en la mitómana cultura contemporánea. Jean Genet, Jack Kerouac, William Burroughs o Henry Miller, instalados en la ficción autobiográfica, se adelantaron a los nuevos caminos de la narrativa liberándose, cada uno a su modo, de una tradición literaria que les resultaba opresiva. Mitificaron sus vidas y las de sus amigos, y mostraron con orgullo la inevitabilidad del sufrimiento y la magia del vagabundaje que ya experimentara Baudelaire (y antes, la picaresca española, claro precedente de la literatura maldita).
Todos ahondaron en estados de conciencia desconocidos: «Escribo con el cien por cien de sinceridad personal, psíquica, social, etc., y estampo lo que siento sin ningún rubor, de cualquier manera, velozmente. A veces estoy tan inspirado que pierdo la noción de que estoy escribiendo», le dice Kerouac a Ginsberg sobre su forma de escribir En la carretera (1957). Tanto Kerouac como Genet, o antes Rimbaud, deciden vivir su vida en sentido inverso al de la sociedad, transformando la experiencia vital en obra de arte.


Leyendas urbanas
Estos y tantos otros escritores considerados como malditos ( Alejandra Pizarnik, Leopoldo María Panero, Miquel Bauçà, Pau Riba, Francisco Casavella) han quedado fácilmente atrapados en sus leyendas urbanas. Son tantas las anécdotas, los excesos (documentados o no), los incidentes, las historias, el culto rendido a las virtudes obscenas o pornográficas de sus obras, que todo ello ha deturpado su aportación: el hecho de que sus obras dialogan con los impulsos de los lectores, dándoles el vocabulario necesario para reimaginar su vida cotidiana de un modo mucho más visceral (eso hacen John Fante o Charles Bukowski ). Los escritores malditos han funcionado como alguien que se empeña en desclasificar los secretos del cuerpo y del alma humanos porque en su apuesta estética no tienen nada que perder. El activo del maldito es que los ha vivido intensamente y es capaz de expresarlos de una forma conmovedora. Y esa capacidad para hacer de vida y obra dos vasos comunicantes distingue a los verdaderos malditos de aquellos que de su estética solo cultivan la pose.
¿Hay lugar todavía para el malditismo? Porque la sobreexposición mediática que sufre nos hace pensar en una política empresarial que ha sabido alimentar en su propio beneficio la provechosa mitología rebelde, transformándola en un producto hipercodificado. Sin embargo, siempre quedará en pie la capacidad de algunos artistas para arrastrarnos hasta el extremo de un arco vital, allí donde la angustia y el arte se funden.
Tomado de Diario El País

domingo, 5 de diciembre de 2010

“Loubávagu es arte hecho por excluidos”

Escena de "Loubávagu" de Rafael Murillo Selva.

Rafael Murillo Selva
Rafael Murillo Selva dice hacer teatro “como animal”. No planea, sino que va creando sobre la marcha con los actores. Afirma que “este potrero” llamado Honduras le hizo cambiar su perspectiva sobre el arte escénico.

A sus 74 años, vuelve a recorrer los escenarios hondureños con su obra emblemática, “Loubávagu”, estrenada en 1980, “una asimétrica muestra de teatro, poesía, música, baile, historia, reclamos políticos, sátira de la sociedad ladina hondureña y entretenimiento cómico”, en palabras del escritor guatemalteco Arturo Arias.

Lo que planeaba resolverse como una entrevista al mayor dramaturgo hondureño, por momentos parecía otra cosa: una conversación amena sobre arte, sobre la vida, sobre el sistema que lo deshumaniza todo; pero de ahí salieron las siguientes preguntas y las respuestas siempre precisas de Murillo Selva:

¿Hacia dónde apunta el teatro hondureño?
Está en búsqueda, y no se le puede pedir más. En este país en donde todo está por hacer, el teatro está también por hacer. Y son bienvenidos los esfuerzos que se hacen, aún el de Chico Saybe, porque es mejor que haya algo y no que no haya nada.

Con respecto a las otras artes en Honduras, ¿en qué situación está el teatro?
Muy por debajo de la búsqueda que se hace en otras formas artísticas como la pintura, el cine o la fotografía. Anda como atrasado. Estamos en pañales. Sugiero que encontremos en nuestros pueblos formas de lo espectacular y tratemos de hacer una alianza con lo que han gestado estos pueblos.
A partir de ahí se podría generar teatro más nuevo, más fresco.

¿Son el ritmo y el movimiento en “Loubávagu” los elementos que establecen esa empatía inmediata y permanente con el público?
Sí, pero eso es fríamente calculado, no es producto del azar, eso es una propuesta buscada durante años, sobre todo en el dominio de la forma. Se logra reformulando esos códigos teatrales que el pueblo ha venido manteniendo casi sin saberlo durante siglos. En “Loubávagu” quien dirige la acción es el tambor, por eso es un actor más. La danza, incorporada a una obra que tiene un acento épico, insertada en el proceso histórico y no viéndola como elemento folclórico sino como elemento vivo de la cultura; el canto, integrado a la acción dramática… Todo eso implica una búsqueda de formas.

¿Fue esa búsqueda formal lo que propició que decidiera emprender el montaje de una obra tan grande y difícil como “Loubávagu”?
La búsqueda formal fue una de las razones, y la otra es que yo siempre tuve la tendencia desde niño a vivir en los sectores populares, y no porque yo sea militante de algo sino porque así me siento más feliz.

¿Cómo ha visto las reacciones del público ante esta nueva versión de “Loubávagu”?
En Tegucigalpa llegaron a decirme que ésta es la obra de la Resistencia.
Aunque la obra solamente muestra una circunstancia específica de la historia de Honduras, puede representar de igual manera a toda la nación. Tiene esa virtud de la universalidad…
Puede representar a todo el continente. Cuando la presentamos en México, en comunidades indígenas de Chiapas, al final fue un aplauso gigantesco. Es que es arte hecho por excluidos, y excluidos hay en todo el mundo.
En estos tiempos en los que tanto se habla de unión nacional, ¿en qué medida cree que esta obra podría contribuir a hacer eso posible?
En la medida en que los personajes jamás dejan de ser hondureños una vez que entraron en la historia nuestra.

¿Cree que dirigiendo la mirada hacia la periferia, en este caso hacia la cultura garífuna, podría encontrarse ese sentido de la identidad nacional que tanto se busca en Honduras?
Por supuesto, porque la comunidad garífuna es uno de los grupos más excluidos del país y paradójicamente los grupos excluidos son los que más luchan por la identidad nacional y los que más tienen sentido de pertenencia.

Algunos datos del autor:


RAFAEL MURILLO SELVA RENDÓN
Tegucigalpa, Honduras, 19 de agosto 1936

Estudios Superiores
• Universidad Nacional de Colombia, Doctorado en Derecho y Ciencias Políticas.
• Universidad de Paris (La Sorbona), Maestría en Historia Económica.

• Ex-Profesor, Universidad Nacional de Colombia.
• Ex-Profesor, Universidad INCCA de Bogotá.
• Ex-Profesor, Universidad Nacional Autónoma de Honduras.
• Director y Profesor Invitado, Universidad de California, EUA.