Fotografía de Murvin Andino
A continuación tres poemas de mi libro La isla dividida...
Ritual
Un hombre acude limpio a su ritual de muerte.
El marinero que peleó alto en las batallas de la vida
cumple su promesa de la eternidad
y asiste a su angosta marcha en la península infinita de la noche.
Allí la luz resiste leve en los reflejos,
se acoge el fuego primitivo de los dioses,
se resuelven los barcos nómadas de la lluvia
y la antigua espuma plena
que nos fue negando la memoria.
El mar abraza todo,
el hombre se divide en estaciones y tragedias.
El agua inagotable obliga al vértigo común del horizonte.
Todas las islas son sagradas.
La distancia aclama un cuerpo
que se afianza inerme al infinito.
El hombre que anduvo la sangre última
y acortó los caminos eclipsados de la infancia violenta,
dobla su figura de ardor y fiebre para consagrarse,
se destierra al miedo
desde esa tormenta de tiempo y viento que silencia la vida.
Concluye el fuego milenario,
el pertinaz incendio anuncia el vuelo letal del albatros,
los átomos dispersos que invadieron la semilla final.
El otro mineral
Bajo las sombras de la costa violenta,
anclado a las cenizas de la eternidad,
el mineral crece aún encadenado a su marítimo engaño.
Anegado por el sórdido murmullo,
casi infame en su estigma inmaterial,
cumple el ciclo de lo inalterable,
su último eslabón de fuego y de ceniza
que fundió la tierra en su amargo frenesí.
En lo profundo, híbrido molecular de las estrellas,
gestando tempestades y diafragmas,
el otro animal náutico se aglomera
y todos los mares claman, las
islas vuelven de su ciclo imaginario,
los barcos tristes de la madrugada se renuevan
con el viento estacional desde ese faro paralelo,
que reclama la furia.
Nada es secreto.
El agua viva escarba en la memoria
y como un pez herido, el hombre nada en su abandono,
destruye la voz de su inocencia,
la cúspide maligna de su nombre.
Ciudades infinitas e inconclusas,
melancólicas vitrinas de agonía,
terrazas infinitas donde el mineral se desvanece.
La isla dividida
Ven a que
te distraiga, golondrina, con mi alegría constante. Ya la niebla se va,
solitaria y vencida. Y quedamos nosotros, victoriosos, con alas y deseos y
dientes y locura.
Efraín
Huerta
Recuerdo
a los dos tirados en la arena
luego
de amarnos intensamente.
Es
tarde -decías-
y
yo como extraño a los instintos
creía
no escuchar ese anuncio de partida.
Recuerdo
los viajes,
los
paisajes y caminos recorridos,
los
balnearios azotados por la brisa
cuando
todo fulgor tenía por final
una
mirada
y
las manos como racimos vencían los cuerpos.
Otras
veces salía la luna
como
una isla,
como
una serpiente
de antiguos
rituales.
Pensábamos
híbridos
como
olas, como incendios,
como
seres que soñaron las palabras
y
otras voces afiebradas.
Otros
se hundieron como rocas
en
la niebla que guardó los cuerpos
con
paternal inquietud.
Recuerdo,
no sé cuántos encuentros,
cuántas
arterias desgarradas
y
la insondable angustia
de
una caricia ya borrada,
una
tormenta destruyendo,
tierra
adentro,
mi
pasado dividido.