domingo, 31 de enero de 2010

"Escribo para destruirme a mí mismo", Guillermo Fadanelli

Guillermo Fadanelli. Foto Efe.


No se sabe por qué razón, de un tiempo a esta parte muchos escritores, en vez de hablar de editores hablan de mercado, palabra semánticamente infectada por tantas razones. Pero lo interesante, o lo llamativo, es que se refieren como antítesis del mercado al escritor “en soledad”. Imagen galdosiana que poco tiene que ver, salvando excepciones con autores actuales sometidos al ruido y la furia.
Guillermo Fadanelli es muy conocido en su México natal. Tiene gestos de estrella del rock pero con académica formación filosófica. Si no viviera en D. F. diríamos que su gorra de béisbol se la robó un vendedor ambulante aunque le delate citar a Phillip Soller. Siempre tiene una cita en la recámara y dado que lo único que aspira con su obra es a destruirse a sí mismo, habrá que creer que soporta a los estructuralistas y a los productores cinematográficos.
Trabaja para el cine además de para destruirse a sí mismo (ahí están “La otra cara de Rock Hudson” y “Elogio de la vagancia”). “A mí no me importa si el director destroza una novela… eso es imposible”, dice. Él sólo pide por contrato salir una noche con la protagonista principal. Es autor de “vídeos basura”, inspirados en las lecciones de John Waters (“Pink Flamingos”, etc.), de manera que los actores, cuanto más malos, “más cerca estaban de la creación”.
El editor Malcolm Barral le propuso un tema muy privado para la diserción, aunque demasiado sabido: el alcohol. Y empezó por Kinsley Amis por puro capricho: “Lo que más me gusta de una mujer cuando está desnuda son sus ojos”. Buena cita, sí señor. La de Scott Fitzerald no estuvo a la altura o comparar a su hígado con su mejor amigo. Al final, aceptó que “no se puede construir ni una ética ni una práctica literaria” por dos copas de más. “La literatura, como el beber, es dar vueltas sobre tu tumba”. Esa estuvo bien.
Fadanelli, un autor brillante, divertido, ocurrente, con menos sentido trágico (la culpa es de John Waters) que lo que parece, se despidió con una sentencia de la que un día quizá se pueda arrepentir: “un hombre feliz no puede escribir”.

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