lunes, 19 de enero de 2009

Un gran sibarita

Francis Bacon - Autorretrato




Francis Bacon. Moma. 1946


NATIVIDAD PULIDO. Tomado de ABC.es


Francis Bacon fue un gran sibarita. «Era muy refinado en sus gustos —comenta Jaime Parladé—. Siempre pedía unos vinos exquisitos y nos llevaba a cenar en París a restaurantes estupendos. Le encantaba el juego, comer bien y cocinaba divinamente». ¿Cuál era su especialidad? «Una salsa francesa, la beurre blanc». Le gustaban las ostras, el pescado (en Madrid lo tomaba en La Trainera; en Londres, en Wheeler's) y el huevo cocido, aunque sólo se comía la clara. Nada de postres ni café. Le encantaba el champán. En Madrid solía alojarse en el Ritz, tan cerca de su amado Museo del Prado. Le gustaba tomar copas con José en el Cock, donde aún le recuerdan. También pasó por Casa Patas. Pero si hay un pub donde Bacon pasó horas y horas ése fue el Colony Room, en el Soho de Londres, su segunda casa. Su dueña, Muriel Belcher, fue una de sus mejores amigas y la retrató en varias ocasiones.
La lista de amantes de Francis Bacon fue interminable. Pero sólo unos cuantos dejaron en él una profunda huella. El primero, Eric Hall, un hombre de negocios, banquero y juez de Paz, casado y con hijos, que se convirtió en su mecenas y amante y se arruinó por su culpa. Estuvo con él 15 años. Después, Peter Lacy, un guapo pianista, con quien mantuvo una relación destructiva y obsesiva: violentas peleas, palizas, celos, cuadros acuchillados... Cuenta Peppiatt que Bacon le confesó: «Nunca antes me había enamorado. Estar enamorado de esa forma tan extrema es como tener una enfermedad espantosa. No se lo deseo ni a mi peor enemigo». «No podía vivir con él, ni sin él —dice Peppiatt—. Lacy le estaba esclavizando física y psíquicamente». El día de la inauguración de su histórica exposición en la Tate recibió un telegrama: Lacy había muerto. Su páncreas no soportó tanto alcohol.
El tercero fue George Dyer: de una familia de rateros, alcohólico, estuvo en la cárcel... Bacon era, para él, su salvavidas. Le chantajeaba y, tras una pelea, llegó a llamar a la policía para denunciar que el pintor tenía hachís en su estudio. Se suicidó el día anterior a la inauguración de la gran exposición de Bacon en el Grand Palais de París. Cruelmente, la historia se repetía. Es como si el destino le negara a Bacon la posibilidad de ser feliz al mismo tiempo en el plano profesional y en el sentimental. Cuenta Peppiatt que el pintor sintió un gran remordimiento por la muerte de Dyer: «Me siento tremendamente culpable —confesó—. Todos los que he amado están muertos. O se mataron con el alcohol o se suicidaron. No sé por qué atraigo a este tipo de gente. No hay nada que hacer».
Y después, José. Vino a Madrid a verle en abril de 1992, desoyendo los consejos de su médico. Hay quien especula con la posibilidad de que viajó para reconciliarse con él tras una ruptura. Maricruz Bilbao ultimaba para octubre de ese año una exposición de Bacon en la Marlborough de Madrid. Recibió una llamada desde la galería en Londres que la dejó de piedra: Bacon había muerto... en Madrid. «No sabíamos que estaba aquí; él tenía muchas ganas de venir a la inauguración de su muestra». Tras padecer una deficiencia renal y respiratoria, sufrió un ataque cardiaco. Había dos monjas con él. Fue la última burla del destino. Años atrás había comentado a Burroughs: «¿Puedes imaginar algo peor que ser cuidados por monjas? Una de ellas es la hermana Mercedes, quien comenta a ABC lo que recuerda de aquellos días: «Estuvo solo todo el tiempo, nadie vino a verle. Llegó mal a la clínica, fue ingresado de urgencias. Hubo que ponerle oxígeno, suero, antibióticos... Recuerdo que no hablaba español, pero era muy correcto y amable».



Escapar del infierno
«Si estoy en el infierno —decía Bacon—, siempre tendré la esperanza de escaparme». Diecisiete años después, Francis Bacon se escapa del infierno para resucitar en Madrid con una gran exposición que le dedica el Prado. No habrá obras de Velázquez junto a las suyas. Él se habría negado. Cuando estuvo en Roma no fue capaz de ir a la Galería Doria Pamphilj para ver el «Retrato del Papa Inocencio X», que tanto le obsesionaba y tantas veces versionó. «Tenía miedo a ver ese cuadro maravilloso y pensar las tonterías que había hecho con él», confesaba Bacon a Sylvester. Tampoco incluyó obras suyas cuando comisarió en la National Gallery la muestra «El ojo del artista» con sus obras preferidas de este museo. «Le hubiera fascinado saber que va a exponer en el Prado», comenta Manuela Mena. Especialista en el siglo XVIII y Goya, ha visto y leído todo sobre Bacon para comisariar esta retrospectiva: «He aprendido mucho con él, he descubierto su propia poesía. A pesar de la violencia de su pintura encuentras en ella una gran ternura y un interés por los seres humanos. Su pintura tiene una técnica exquisita, una grandísima calidad (podría estar colgada al lado de las obras del Prado), energía, intensidad... Descarna al ser humano y lo deja en lo que somos». Era una trituradora: diseccionaba la figura humana hasta dejarla en el hueso, despedazaba a sus modelos hasta obtener la verdad. Sus pinturas eran como un puñetazo en la cara, un ataque al sistema nervioso; trataba con ellas de molestar, de provocar. Quería «pintar como Velázquez, pero con la textura de la piel de un hipopótamo».

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