viernes, 19 de julio de 2013

Alfonso Fajardo; La danza de los días


Alfonso Fajardo (20 de Marzo de 1975), miembro fundador del Taller Literario TALEGA en 1993, una de las agrupaciones literarias más importantes de la década de los noventa y principios del nuevo siglo. Tiene más de una docena de premios nacionales; además, tiene el título de “Gran Maestre”, rama Poesía, 2000, otorgado por la extinta CONCULTURA, hoy Secretaría de Cultura, por haber obtenido tres primeros lugares nacionales en poesía. Además, tiene los premios internacionales: LXV Premio Hispanoamericano de Poesía, Juegos Florales de la ciudad de Quetzaltenango, Guatemala, 2002; y Mención de Honor en el Premio Centroamericano de Literatura “Rogelio Sinán”, rama poesía, 2005. Tiene los libros publicados “Novísima Antología” (1999); “La Danza de los Días” (2001); “Los Fusibles Fosforescentes” Ministerio de Cultura de Guatemala (2002) y Editorial Lis (2003). Fue antólogo y seleccionador de la antología “Lunáticos”, que recoge a la generación de poetas jóvenes de de los años noventa (Índole Editores, 2012).Por otra parte, aparece en varias antologías, tanto nacionales como internacionales, entre ellas: “Alba de Otro Milenio”, Antología de Poetas Jóvenes de El Salvador. Compilador: Ricardo Lindo, CONCULTURA, 2000; antología de los ganadores de los Juegos Florales de Quetzaltenango, Editorial Cultura, Guatemala, 2002; “Memoria del Festival Internacional de Poesía de Medellín”, 2003; TRILCES TRÓPICOS”, Poesía Emergente en  Nicaragua y El Salvador, Editorial La Garúa, Barcelona, España, 2006; “CRUCE DE POESÌA, Nicaragua-El Salvador”, Editorial 400 Elefantes, Nicaragua, 2006. Ha participado en varios festivales internacionales de poesía, entre ellos el Festival Internacional de Poesía de Medellín (2003) y el Festival Internacional de Poesía de Granada, Nicaragua (2005). Además, es Licenciado en Ciencias Jurídicas, con Maestría en Derecho de Empresa.

Poemas de Alfonso Fajardo
De: La Danza de los Días


i
me explico
Verdad que os da lástima mirarme?
Nicanor Parra
I
Me explico.
Todo empezó hace una larga vida, año 13 conejo.
Debieron sedarme al momento del parto, porque,
de lo contrario, lo habría impedido con todas mis fuerzas.
Pero no entraré en lo plañidero: para eso está
la hermosa poesía de César Vallejo y el tono llorón
de ciertos saltimbanquis.
Me bastará detallar, en cambio, estos pobres huesos
que comerán osteoporosis, esta panza regada con magia,
estas piernas que han sentado a la belleza, estos pies que han trotado
sobre cuerdas flojas, estas manos más dichosas
que las del primer hombre en la luna, estos mis ojos
que ventilan la casa de los sueños y el historial todo
de mis genes, rabiosos juguetes, cicatrices y cenizas.
De padre mago, supongo, pues desaparecía botellas; salía blanco
de la casa y regresaba rojo –dicen que guardaba pancartas
bajo la cama-; economista hasta el tuétano: hombre
de muy pocas palabras y aliento. De madre secretaria bilingüe: habla pájaros
y agua; de sus manos nace el maíz que soy, amiga de los niños,
progenitora de tiernos dolores; del cordón umbilical de sus ojos
en vilo me encuentro.
A los dos años aprendí a caminar y a los cuatro a leer,
lo cual no sería relevante si no fuera
por el semiótico significado de su karma: a todos sorprendió
mis pasos de retroceso y mi disléxica manera de deletrear el mundo;
siempre pastando en desiertos, siempre de lo último al principio,
siempre serpiente mordiendo su cola, siempre contracorriente,
siempre imposible, nunca.
A veces recuerdo los caminos y los zacatales me hieren.
Aquí, en este parqueo, descansé; allá, en la oficina
del gerente general de la más famosas de las pizzas, defequé;
lo cual es usual en un bosque como el que aquí vivió, años ya,
cuando mi pecho se deslizaba tenue entre hierba y lluvia.
Desde entonces ya parecía un lienzo de Picasso
venido a menos, una radiografía andante
con la naturaleza agravada y asumida
de tener una cara de Juan Pérez que con orgullo aún mantengo.
Era la época de las provocaciones y yo, materia urbana,
navegaba en torrentes de aceras, con pelotas de plástico
pateaba y driblaba al tiempo, miraba obtusas caricaturas,
descifrando la escritura de la lluvia bebía barriles
de leche en vasos azules, comía nada y soñaba bastante,
tocaba una música de trompos, chivolas y piscuchas;
me sentaba en cuadernos y cementerios,
sangraba feliz y empezaba a nacer,
como un asesino en serie,
las múltiples personalidades, los rostros
de eterno niño loco con alma de payaso y neblina.
Era la época de las provocaciones, decía;
en las calles hervían puños, a la diestra llovían cuerpos
que años después leí con morbosa avidez, solícitos brindaban
sus pechos los historiadores del suplicio, y bajo el día gris temblaba,
como el amanecer de los desesperados, el árbol del miedo y el sobresalto.
Pronto cambié de líquidos, de juegos,
de escenarios, de tierras y obsesiones. Algo crecía, algo
que inerme me tomaba por asalto y llevábame
por impúdicas calles y furtivas casas. Era, pues,
otro el delirio que como bello cáncer mordía mis nervios.
Estaba satisfecho y, sin embargo, tenía sed;
calmaba mi sed y, sin embargo, estaba insatisfecho;
de fuentes de luces bebía resplandores, umbrales.
La noche desvelaba y yo velaba la muerte de mi sangre
en el cuerpo de la noche. Así las cosas.
Me llamaba Fausto en las tabernas y Pepito en las aulas,
en la iglesia salesiana cantaba cumbias de moda
y en los partidos de fútbol leía a Góngora .
Sacaba a pasear mi gris uniforme
por billares, tiendas matutinas, playas verdes
y salones donde el tiempo era humo y fuego la vida.
A menudo, alumno ligeramente aplicado, pasaba
bajo el limbo del tiempo y visitaba con cierta frecuencia
la oficina del padre: mi alma de payaso me traicionaba,
como al poeta eléctrico, en los momentos más decisivos y solemnes.
Allí tratábanme desde loco hasta hereje,
desubicado, sensible, pervertido, mal ejemplo me decía
el señor de cuello sofocante cuando inquisitivo
apuntaba su dedo índice contra mi cara y mandábame al diablo.
Así, pues, el alado polvo de aquellos soles que,
uno a uno, fueron arrojando sombra sobre la danza de los días.
Algo inexplicable corría por mis venas como potros salvajes,
y algo inexorable debatíase en la calle de los adioses:
la muerte bailaba un danzón y reía sarcástica
alrededor de mis sueños, y yo la espantaba
y me defendía con banderas, pancartas, palabras y verdades.
Luego el péndulo bruñido del tiempo
decapitó mis celestes sueños y, como el pastor a su tierra,
rendí tributo al pétalo que a su tiempo me cobija y soporta.
Viejo de vida y sin olvidarme de soñar, siembro
plantas medicinales en agendas disponibles, traigo
a casa el imposible de cada día y, siempre loco,
me vuelvo niño con el sólo soplo de otros hechizos,
si no pregúntenle a mi nuevo juguete, esa niña
de seis años que a diario se cuelga de mi pecho.
Me acompaña, ahora que el vaso de magia está a medias,
una música de alas y puentes, un cigarro
que tranquilo expira en la oscuridad, una flor
que me conoció mejor que nadie, una ciudad
en la que me reconozco, una hija
que hace las veces de psiquiatra y,
como un animal que nació para morir,
un espejo de río y asfalto donde me reflejo y,
dándome golpes de pecho
y con una sonrisa cargada de pasado,
ahora explico sus cansadas venas.
II
Transcurre la saliva ajena del tiempo, sólo transcurre,
sin adjetivos ni signos de admiración. Soy testigo
de su espuma estancada en un café negro,
a las seis de la tarde en punto, hora salvadoreña; soy testigo,
repito, del tedio hermoso de no tener empleo
cuando el estómago marca su alarma, madre se vuelve
lenta y las ropas, como hojas de un árbol seco,
palidecen frente al espejo de la calle donde no me reconozco.
No diré nada importante, en un país
donde nada es importante y único, ni siquiera el delicioso
cuento del abuelo y la nieta que no pudo ser. Aquí sobra
la melancolía, los corazones desteñidos, el desencanto del jilguero,
el silencio insoportable y esta desmesurada forma de decir estoy vivo.
Diré la mesa no alumbra y el sol no está puesto,
el cadáver sardónico camina infiernos
y se siente como en casa. Me siento como en casa,
pero los rostros de mi casa son ajenos, conflictivos y siniestros.
Soy testigo de este ardor imperdonable que cubre el tiempo y,
sin embargo, esta ciudad fantasma es un poema donde nada pasa,
donde nada transcurre, cuando son las siete y negro y el café noche.
III
Y siguiendo con el patrimonio del tiempo, tomo el cuchillo
y apuñalo el papel mientras en los parlantes suena,
como el grito trémulo de los ahogados,
una música flamenca, un blues oscuro
que nace del semen del sueño de Blake.
Nada que decir; nada, tampoco, que callar.
Sólo el óleo distorsionado de esta hora,
de este testigo; el retrato en blanco y negro
que chorrea sangre por los resquicios de sus ventanas.
Nueve con nueve en la noche y quiero explicarme.
¿De dónde esta mezcla de cuervo y pájaro carpintero?
El día es un plato de uvas podridas
y en él mi hambre pasa su lengua y se entretiene.
Mis años recientes son cántaros de agua de vida de luna.
Estudio y cada vez sé menos, imposible determinar
el genoma del hombre desde esta tierra que transpira inocencia, locura y alcohol.
Vivo y no vivo en una ciudad
que me sofoca y me refresca:
bajo el puente de sus día caminan mis ignominias.
Nueve y treinta y dos y Zack de la Rocha
pega su bala en mi cabeza.
La lluvia está equivocada:
sólo aquí hay ojos que soportan sorilegios.
Duermo en una cama de espinas, en ella han llorado Magdalenas, Penélopes y Safos de Lesbos
Sueño pero no sueño, no juego baloncesto
pero igual salto. A veces mi filosofía se resume
en un partido de fútbol.
Mis contradicciones son perfectas.
Yo soy perfecto
y mentiroso.
Nueve y cincuenta y cuatro y la noche trae,
como sombras de esperados velámenes,

miles de Norman Bates que sedientos miran mi cuaderno.

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