jueves, 15 de abril de 2010

BAR, por Giovanni Rodríguez

Giovanni Rodríguez

A continuación un relato de Giovanni Rodríguez publicado en el número 17 de la revista Narrativas correspondiente a abril-junio 2010. www.revistanarrativas.com
Bar

El otro me soñó, pero no me soñó rigurosamente.
J. L. Borges

Aunque era muy tarde y el día siguiente tendría que levantarse temprano para ir a trabajar, comenzó a escribir el cuento porque entendió de pronto que si seguía dándole largas terminaría por olvidarlo, como le había ocurrido en ocasiones anteriores. La historia sería el recuento de lo acontecido durante una caminata a medianoche por una ciudad desconocida e insomne. El Otro, el personaje del cuento, había llegado ahí para asistir a la conferencia de uno de sus escritores favoritos, al que aún no conocía personalmente y del que esperaba obtener su autógrafo en un ejemplar de su más reciente libro publicado.
A Él, el eventual autor de este cuento, le había parecido justo describir la extraña y súbita decisión de su personaje de entrar al peor bar de la ciudad, cuando precisamente era a lo contrario a lo que había salido a la calle esa noche, después de dejar en el hostal los libros comprados por la tarde en esa librería enorme de la calle Elisabets. Buscaba un bar decente, uno muy bien recomendado por Enrigue, el escritor mexicano que había compartido la mesa principal con su escritor favorito durante la conferencia que, a última hora, no había sido conferencia sino diálogo, diálogo entre ellos dos: el escritor mexicano y su escritor favorito, que era catalán, para más señas.
London bar. Ese es el nombre que Él había escogido para el bar que El Otro buscaba afanosamente durante la medianoche en las calles estrechas de esa ciudad desconocida, hermosa e insomne. Ahí se tomaría tres, cuatro, cinco cervezas, quizá más, siempre que la promesa de «jazz en vivo y hermosas mujeres a toda hora» vertida discretamente por Enrigue "ante la peligrosa cercanía de su mujer" quedara fuera de toda duda. Al salir del hostal y tratar de identificar la calle correcta, de entre las cuatro o cinco que se repartían en líneas diagonales desde el Funicular, El Otro pensó por primera vez en su mapa de la ciudad, que había olvidado
sobre la cama en la habitación. Pero la necesidad de continuar la ingesta iniciada en el cóctel después del evento al que había asistido fue mayor que su necesidad de orientarse científicamente en la ciudad a través de un mapa. Además, confiaba en su olfato de explorador. Así que caminó unos metros y se dejó llevar por ese olfato, o más bien por lo que recordaba de las indicaciones de Enrigue al dibujarle un mapa mental con la dirección del bar. Pronto se vio perdido entre calles estrechas con paredes altísimas a ambos lados. Aunque no le desagradaba
caminar errante por las calles de las ciudades desconocidas, la promesa del jazz y las mujeres interminables en el bar se le hacía ineludible. Detuvo a varias personas para preguntar lo que debía preguntar, pero ninguna conocía el establecimiento. En determinado momento decidió desandar el camino y tratar de reiniciar la búsqueda desde el punto de partida, pero aquí es donde Él, el autor plenipotenciario de este cuento, consideró que debía entrar en materia y empezar a narrar lo acontecido. Desorientado y cansado, El Otro había llegado a pensar que si no encontraba el bar que desde hace rato buscaba, se permitiría entrar en cualquier otro bar, pues a esas alturas de la noche y con el efecto de las pocas cervezas del cóctel del evento esfumándose peligrosamente de su cabeza y de su cuerpo, lo único que quería era tomarse unas cuantas cervezas más, en el lugar que fuera.
A Él, llegado a este punto, le vinieron a la mente un montón de posibilidades narrativas. Pensó, por ejemplo, en la conveniencia o no de detenerse en detalles como el del momento en que El Otro es abordado en una calle oscura por un hombre ebrio para pedirle unos cuantos céntimos, a quien, quizá infundido de ese temor general a la violencia repentina que prevalece en la gente de su país de origen, deja de lado y sigue su camino. Pensó también en lo que probablemente había sentido y pensado El Otro: la agradable levedad espiritual de ser un visitante anónimo en una ciudad desconocida, como si en lugar de caminar, flotara sobre esas calles estrechas y laberínticas, y la idea fija en el bar que no había podido encontrar, en la música de jazz que seguramente le hubiera procurado a su experiencia un aire a la vez feliz y melancólico, que es el aire frecuente del que se nutren los espíritus libres. Pero antes que narrar situaciones periféricas, a Él lo que le interesaba era llegar al punto en donde El Otro pasó frente a un pequeño local que anunciaba su nombre con letras de neón sobre la puerta: Tropical bar, dentro del cual había podido apreciar en la fracción de segundo que su mirada estuvo dentro, la espalda desnuda y perfecta de una chica sentada en un taburete y acodada a la barra, y en su parte baja,
una tanga provocadoramente escapada de las exquisitas líneas curvas de sus límites permitidos. El Otro, a estas alturas más cansado que nunca, a pesar de la levedad que creía experimentar por encontrarse explorando los pasajes de una ciudad desconocida y fascinante, se dijo que ya que no había podido encontrar el objeto de su búsqueda inicial, lo que debía hacer era retroceder unos cuantos pasos y atreverse a entrar a ese minibar del que se dejaba oír el repiqueteo infame de una canción de bachata, pero que también prometía al fin y al cabo el disfrute de un par de cervezas y de esa espalda y esa tanga que ahora se le antojaban, al igual que como ocurrió inicialmente con el London bar, ineludibles.
Una pausa, tomar aire, calcular el tamaño de su responsabilidad como autor de una obra literaria que las nuevas generaciones leerán en el futuro, quizá con demasiadas expectativas y dispuestas a concluir que la tal obra es una mierda; eso es lo que Él debió hacer en ese momento, pero no, sentía que tenía a su demonio interior agarrado de los güevos y que no debía soltarlo mientras no contara lo que le había ocurrido al Otro en el peor bar de esa ciudad mediterránea.
Y esto fue lo que ocurrió: El Otro se detuvo, tomó aire, calculó el tamaño de su irresponsabilidad al pretender entrar a un sitio con una pinta tan desfavorable y finalmente entró. Se sentó a la barra, a un metro de la espalda desnuda de la chica y de su tanga. Saludó al tipo que atendía, un mulato alto, rapado y con un diente de oro, que le contestó con un acento puertorriqueño o dominicano. Pidió una cerveza. Luego otra. Y después la tercera. Mientras, veía de reojo la espalda de la chica y su tanga, y junto a ella a otro tipo con pinta caribeña y una mujer vieja con un vestido de noche que seguramente había pasado de moda hacía unos treinta años. Desde la barra y cruzando por sobre unas ocho mesas y sillas desocupadas, las palabras de este trío llegaban hasta tres jóvenes instalados en la última mesa del local, probablemente también puertorriqueños o dominicanos, visiblemente ebrios, de cuyas seis orejas se desprendía el brillo de igual número de pendientes. La mujer vieja retaba a cualquiera de los tres a levantarse e invitar a bailar a la jovencita de la espalda desnuda, propuesta que ellos, divertidos, declinaban
poniendo como excusa la música, porque lo que ellos bailaban era reggueatón y no bachata. El tipo que atendía tomó un control remoto y se dispuso a cambiar la música.
En este momento a Él, para demostrarse a sí mismo su carácter casi divino en la escritura de este cuento, quiso que al Otro, al personaje principal, le viniera a la mente la idea demasiado ambiciosa de escribir un cuento. ¿Un cuento? ¿Otro cuento? Sí, un cuento. Otro cuento. Un cuento del Otro. Él decidió que al Otro se le ocurriera escribir un cuento sobre la irónica situación que estaba viviendo esa noche. Primero, por encontrarse en el peor bar de la ciudad cuando lo que quería era llegar a uno de los mejores bares de la ciudad. Segundo, porque en lugar de estar escuchando interpretaciones de la música de John Coltrane y de Charly Parker rodeado de mujeres preciosas, ahora se encontraba escuchando bachata con la única felicidad, acaso metafísica, de tener a un metro de distancia aquella espalda desnuda y aquella tanga rebelde. Y tercero, porque lo que se disponía a hacer dentro de un minuto, cuando el tipo que atendía el bar pusiera reggueatón en lugar de bachata, era proponerle al trío sacar a bailar a la chica de la espalda desnuda a condición de que la música fuera otra, una que se pudiera bailar con los cuerpos pegados y una luz menos fuerte, como la del espacio que se veía al fondo del local, oscuro, discreto y acogedor. Pero cuando de la hondura de sus pensamientos pasó al ámbito del ruido que salía del equipo de sonido con una frase insistente sobre el gusto por la gasolina que pronunciaba desde su omnipotencia algún reggueatonero quizá también puertorriqueño o dominicano, o incluso hondureño, ya no tuvo valor para hacer lo que se había propuesto. Se limitó a tomarse una última cerveza y a escuchar, resignado, la monocorde elección musical de aquellos clientes tropicales.
Iba a tomarse el último trago y salir cuando la chica de la espalda desnuda hizo lo impensable, lo que jamás se le hubiera ocurrido que sucedería al autor ya casi definitivo de este cuento, de no ser porque en esta suprarrealidad que ahora creaba sí había ocurrido realmente: la chica giró con su cuerpo el asiento de su taburete hasta quedar, de manera vehemente, en una posición dedicada a él. Correspondió a ese movimiento con otro igual y quedaron uno frente al otro ante la mirada expectante de todos en el bar. Por un momento pensó que el movimiento de la chica hacia él debió responder a otro motivo antes que a una iniciativa para ligar, que era lo que pensó en primera instancia, pero ya era tarde para seguir pensando y corregir lo hecho y ahora debía sostener su determinación de aventurarse en alguna posibilidad sexual con ella. Guardó silencio y esperó que ella hablara. Pero no lo hizo. Se quedó ahí, mostrándole su rostro y su cabello suelto que le cubría parcialmente un escote igual de provocador que la tanga, muy seria, con las piernas cruzadas, largas y eficientemente depiladas. Pese a su belleza, no dejaba de parecer un tanto corriente, como esas putas que recién incursionan en el negocio, con sus maneras no del todo corrompidas por el ajetreo diario. Fue la vieja que la acompañaba quien habló primero, y lo que dijo convertiría finalmente este cuento, que ya iba tomando un curso previsible y amenazaba con parecer anodino a sus probables futuros lectores, en un cuento que a Él, su autor, empezaba a entusiasmar sobremanera.
Después de consignar estas palabras de la vieja en el cuento que escribía, Él hizo que entre El Otro y la chica se produjera un diálogo atrevido, un intercambio de palabras húmedas, de sonrisas nerviosas, de miradas decididamente lujuriosas, un diálogo, en fin, que acabaría escandalizando a cualquier persona decente –como podrán ser algunos de sus probables futuros lectores–, razón por la cual no será reproducido en sus páginas. Lo que a Él sí le interesaba reproducir era la secuencia más importante de entre todos aquellos pequeños acontecimientos, la que tiene que ver con El Otro y la chica sosteniendo un encuentro sexual en una diminuta habitación hacia la que se llegaba por una puerta que podía descubrirse al entrar al baño del bar, una habitación en la que apenas cabían la cama, sus ocupantes y un enorme Cristo crucificado que seguramente los observaba durante el acto y, más aún, en el momento en que desfallecían, que es el auténtico instante en que los seres humanos acceden al Paraíso. Y justo después de ese instante, El Otro, mientras nuevamente una bachata sonaba en el equipo de sonido del bar y sus notas atravesaban las dos paredes hasta el cuartucho, lo que le motivó a proferir en secreto una maldición, realizó linealmente un recuento de los momentos importantes desde el inicio de ese día: su llegada a la ciudad a las once de la mañana; la larga caminata hasta la librería, interrumpida constantemente para las obligadas fotografías; la compra de los libros presupuestados y la de los que no debía comprar a menos que dejara de comer la última semana del mes; el diálogo entre el escritor mexicano y su escritor favorito; el autógrafo del segundo en su libro; el cóctel después del evento; la búsqueda del bar que no encontró y su llegada al bar en cuyo reservado pensaba todas estas cosas; la estrechez de su cuerpo con el de la chica de la espalda desnuda que ahora yacía completamente desnuda a su lado, fumando un cigarrillo; la entrega de la cantidad por adelantado; la satisfacción y la casi felicidad que pretendía mostrar ante sí mismo; y el más importante de todos los momentos del día: ese mismo de ahora en que empezaba a darse cuenta de lo desgraciado que verdaderamente era.
Él tampoco se sentía satisfecho. Había terminado de escribir el cuento y habían transcurrido unas dos horas desde que se decidiera a hacerlo. Era tarde ya. Volvió a leer lo escrito y se sintió tentado a corregirlo, aunque consideró también reescribirlo, colocar, por ejemplo, al Otro en franca disputa por la chica contra los tres puertorriqueños o dominicanos, o quizá sólo dejarlo ver con algo de entusiasmo el interior del bar y a la chica con la espalda desnuda y su tanga tentadora, sin entrar y pedir esas cervezas que lo habían empujado al abismo; pero ya era tarde. Mañana volvería, quizá con el detector de mierda bien afinado para identificar con mayor facilidad lo que no funcionaba en el cuento, o quizá con la idea de ir de nuevo a esa ciudad desconocida e insomne en donde El Otro había vivido lo que Él no había podido. Quizá hasta se decidiera a ser El Otro para reescribir fielmente la historia. Ya vería.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Me gusta más como trata este tema Borges o Pitol, Auster de remate, pero va bien Giovanni, suerte!

ANONIMO dijo...

COMO PUEDO COMUNICARME CONTIGO PERSONALMENTE.... CORREO ELECTRONICO O ALGO ALQUIEN QUE TE CONOCE DEL ¨EL CAMINANTE¨

Murvin Andino dijo...

Este es mi correo electrónico: andino1979@gmail.com