sábado, 4 de abril de 2009

Los cantos de Maldoror

El ángel caído. Gustave Doré

Conde Lautreamont
Fragmento de Los cantos de Maldoror (canto segundo)

Era un día de primavera. Los pájaros derramaban sus cánticos en alegres trinos y los humanos, que habían acudido a sus distintas obligaciones, se bañaban en la santidad de la fatiga. Todo trabajaba en su destino: los árboles, los planetas, los escualos. ¡Todo, excepto el Creador! Estaba tendido en el camino, con las ropas desgarradas. Su labio inferior pendía como un cable somnífero; sus dientes no habían sido lavados y el polvo se mezclaba con las rubias ondas de sus cabellos. Amodorrado por un pesado sopor, molido por los guijarros, su cuerpo hacía inútiles esfuerzos para levantarse. Sus fuerzas le habían abandonado y yacía allí, débil como la lombriz, impasible como la corteza. Chorros de vino llenaban los agujeros excavados por la nerviosa agitación de sus hombros. El embrutecimiento, de porcino hocico, le cubría con sus alas protectoras y le lanzaba amorosas miradas. Sus piernas, de relajados músculos, barrían el suelo como dos mástiles ciegos. La sangre manaba de su nariz: en su caída se había golpeado la cara contra un poste... ¡Estaba borracho! ¡Horriblemente borracho! ¡Borracho como una chinche que se hubiera atracado durante la noche con tres toneles de sangre! Llenaba el eco de incoherentes palabras que me guardaré mucho de repetir aquí, si el supremo beodo no se respeta, yo debo respetar a los hombres.
CANTO TERCERO (fragmento)
¿Sabíais que el Creador... se emborrachaba? ¡Piedad para ese labio mancillado en las copas de la orgía! El erizo, al pasar, le hundió sus púas en la espalda y dijo: «Ahí tienes eso. El sol está en la mitad de su carrera: trabaja, holgazán, y no te comas el pan de los otros. Espera y verás si llamo a las cacatúas de ganchudo pico.» El picoverde y la lechuza, al pasar, le hundieron todo el pico en el vientre y dijeron: «Ahí tienes eso. ¿Qué pretendes hacer en esta tierra? ¿Has venido a ofrecer tan lúgubre comedia a los animales? Pero ni el topo, ni el casoar, ni el flamenco te imitarán, te lo juro.» El asno, al pasar, le dio una coz en la sien y dijo: «Ahí tienes eso. ¿Qué te había hecho yo para que me dieras orejas tan largas? Ni siquiera el grillo deja de despreciarme.» El sapo, al pasar, le lanzó un chorro de baba a la frente y dijo: «Ahí tienes eso. Si no me hubieras hecho tan grande el ojo y te hubiere visto en el estado en que te veo, habría ocultado castamente la belleza de tus miembros bajo una lluvia de ranúnculos, miosotis y camelias, para que nadie te viese.» El león, al pasar, inclinó su regia faz y dijo: «Por mi parte, le respeto aunque su esplendor nos parezca, de momento, eclipsado. Vosotros, que os hacéis los orgullosos, sois sólo unos cobardes porque le habéis atacado cuando dormía, ¿os gustaría que, en su lugar, tuvierais que soportar, de parte de los que pasaran, las injurias que no le habéis ahorrado?
» El hombre, al pasar, se detuvo ante el desconocido Creador, y, entre los aplausos de la ladilla y la víbora, defecó durante tres días sobre su augusto rostro. ¡Ay del hombre culpable de esta injuria!, pues no respetó al enemigo, tendido en la mezcla de barro, sangre y vino, indefenso y casi inanimado... Entonces, el Dios soberano, despertado al fin por tan mezquinos insultos, se levantó como pudo, tambaleándose fue a sentarse en una piedra, con los brazos colgando, como los dos testículos del tísico, y lanzó una mirada vidriosa, sin fuego, a toda la naturaleza que le pertenecía. ¡Oh!, humanos, sois niños terribles; pero, os lo suplico, respetemos esa gran existencia que no ha terminado todavía de digerir el licor inmundo y, no habiendo conservado fuerzas bastantes para mantenerse en pie, ha vuelto a caer, pesadamente, sobre esa roca en la que se sienta como un viajero. Prestad atención a este mendigo que pasa; ha visto que el derviche le tendía un brazo famélico y, sin saber a quién daba limosna, ha depositado un mendrugo de pan en esa mano que implora misericordia.
El Creador se lo ha agradecido con una inclinación de cabeza. ¡Oh!, ¡nunca sabréis qué difícil es empuñar constantemente las riendas del universo! A veces, la sangre sube a la cabeza cuando se está empeñado en sacar de la nada un postrer cometa, con una nueva raza de espíritus. La inteligencia, demasiado conmovida de los pies a la cabeza, se retira como un vencido y puede caer, una vez en la vida, en los extravíos de que habéis sido testigos.

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