sábado, 13 de marzo de 2010

Arrastrados por un insólito destino


Por Juan Carlos González A.
Tomado de Revista Arcadia.

¿Cómo lo logra? Lo que en otros directores sería una insufrible colección de clichés melodramáticos, en Pedro Almodóvar se convierte siempre en una experiencia distinta y original. El material con el que están hechos estos filmes es el mismo: la pasión y el deseo, y las telúricas consecuencias derivadas de ellos. No hay otro tema más cercano a sus afectos y por ende no hay otro asunto que consiga abordar con tanto virtuosismo. De pronto ahí está el secreto: en haber adquirido lentamente la experticia temática que le permite hacer continuas variaciones alrededor de algo que se parece a lo que ya ha hecho y que sin embargo –he ahí la magia– siempre es nuevo, una estrofa adicional al largo (pero afinado) bolero que Almodóvar ha venido construyendo con sus imágenes. El universo de este director manchego se prolonga en sus códigos formales que no temen al riesgo ni al ridículo. Lo suyo es la saturación cromática, la puesta en escena abigarrada y los personajes de particulares facciones. Narrativamente sus historias son corales, laberínticas y con diversas capas temporales que remiten a un pasado usualmente más feliz o que es la semilla de las desgracias actuales. El mismo esquema temático y formal aparece en Los abrazos rotos (2009), su más reciente filme. Pero –consecuente con todo lo que he afirmado– esto no se ve como una repetición, sino como una reformulación válida y consistente. Así hace su cine Almodóvar y uno puede gustarle o no su estilo, pero es innegable su originalidad y sobre todo su honestidad con él mismo.

Los abrazos rotos parece, además, un compendio de su cine previo y de sus recurrentes obsesiones cinéfilas (hay que ver cuánto admira a Hitchcock y cuánto adeuda a Douglas Sirk), en un juego de nostalgias, guiños, homenajes y reverencias que añaden a la vez lúdica y complejidad a una película que se debate entre el pasado y el presente para contarnos la historia de Mateo Blanco (Lluís Homar), un ex director de cine y guionista que ha quedado ciego. Una noticia en el periódico y una misteriosa visita le hacen evocar su vida previa, que se entrelaza con la de unos personajes aparentemente ajenos que determinarán su destino, su insólito destino que termina por arrastrarlos a él y a Lena (Penélope Cruz), su gran amor. No voy aquí a revelar detalles argumentales adicionales. Me quedo mejor con una imagen, la de Mateo y Lena viendo en televisión Viaggio in Italia (1954) de Rossellini en el momento en que los actores George Sanders e Ingrid Bergman ven los restos arqueológicos de una pareja abrazada, calcinada por la lava del Vesubio. Mateo y Lena se abrazan frente al televisor y él decide inmortalizar ese abrazo con una foto. Pero ni el abrazo –indefectiblemente roto–, ni la foto –posteriormente hecha pedazos– sobreviven.

El momento solo será eterno en sus recuerdos. Almodóvar desenrolla esta madeja dramática con calma, revelándonos solo la información justa y en el momento adecuado. Llevando siempre las riendas del relato, no hay precipitud en su abordaje –sin duda depurado por su experiencia– como tampoco hay una excesiva cercanía hacia los protagonistas que le impida a veces burlarse de ellos y provocarnos una sonrisa jamás forzada. Él sabe cómo dosificar las sensaciones y las emociones que atraviesan todo el metraje, conquistando en el camino al espectador, que se entrega a esta malhadada historia de amor ya condenada desde el principio. Lo sabíamos, pero no nos importa. Sufrir por amor vale la pena, como diría un buen bolero.

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