— Autorretrato —
Rodé al año y medio por las escaleras hasta el segundo piso. A los seis casi me ahogo en una piscina.
A los siete me arrastró la corriente de un río. Me golpearon con un palo, con la culata de un fusil,
con una tabla. Me propinaron un codazo en la cara y otro en el estómago, rodillazos, machetazos, foetazos.
El perro del vecino me mordió un brazo.
Me cortaron una oreja haciéndome el cerquillo. Noqueado. Abofeteado. Calumniado. Abucheado. Apedreado.
Perseguido por sargentos en motor. Por dos cobradores.
Por tres mormones en bicicleta.
Por muchachas de Herrera y del Trece.
Me han atracado treinta veces.
En carros públicos. Taxis. Voladoras. A pie.
Alguien me dio una bola y me dijo I am gay. Me robaron un televisor, un colchón,
seis pares de tenis, cuatro carteras,
un reloj, media biblioteca.
Se llevaron varios manuscritos y cometieron plagio.
(Con lo que me han robado pudieran abrir
una compraventa en Los Prados)
Me fracturé el brazo derecho, el anular, la cadera, el fémur y perdí cuatro dientes.
El hermano Abelardo me dio un cocotazo que todavía me duele.
En la fiesta de graduación me cayeron a trompadas y botellazos.
Luego publiqué un libro de poesía y una vecina lo leyó
y escéptica dijo que era capaz de escribir
mejores poemas en media hora, y lo hizo. Accidente con un burro en la carretera.
Intento de suicidio en Cabarete. Taquicardia. Hepatitis. Hígado jodido. Satanizado en Europa del este. Pateado por mexicanos en Chicago.
En Montecristi una mesera me amenazó de muerte
(ahora mismo, clava alfileres en un muñeco idéntico a mí)
Los vecinos sueñan conmigo baleado.
Los poetas con dedicarme elegías.
Otros con rociarme gasolina en la cabeza y arrojar un fósforo y ver mis rizos en llamas. Otras con llevarme a la cama. Y hace semanas un policía me detiene y me pregunta
si yo no era el poeta que había leído poesía aquella noche y le digo que sí y el policía dice que son buenos poemas y hace una reverencia o algo así.
Rodé al año y medio por las escaleras hasta el segundo piso. A los seis casi me ahogo en una piscina.
A los siete me arrastró la corriente de un río. Me golpearon con un palo, con la culata de un fusil,
con una tabla. Me propinaron un codazo en la cara y otro en el estómago, rodillazos, machetazos, foetazos.
El perro del vecino me mordió un brazo.
Me cortaron una oreja haciéndome el cerquillo. Noqueado. Abofeteado. Calumniado. Abucheado. Apedreado.
Perseguido por sargentos en motor. Por dos cobradores.
Por tres mormones en bicicleta.
Por muchachas de Herrera y del Trece.
Me han atracado treinta veces.
En carros públicos. Taxis. Voladoras. A pie.
Alguien me dio una bola y me dijo I am gay. Me robaron un televisor, un colchón,
seis pares de tenis, cuatro carteras,
un reloj, media biblioteca.
Se llevaron varios manuscritos y cometieron plagio.
(Con lo que me han robado pudieran abrir
una compraventa en Los Prados)
Me fracturé el brazo derecho, el anular, la cadera, el fémur y perdí cuatro dientes.
El hermano Abelardo me dio un cocotazo que todavía me duele.
En la fiesta de graduación me cayeron a trompadas y botellazos.
Luego publiqué un libro de poesía y una vecina lo leyó
y escéptica dijo que era capaz de escribir
mejores poemas en media hora, y lo hizo. Accidente con un burro en la carretera.
Intento de suicidio en Cabarete. Taquicardia. Hepatitis. Hígado jodido. Satanizado en Europa del este. Pateado por mexicanos en Chicago.
En Montecristi una mesera me amenazó de muerte
(ahora mismo, clava alfileres en un muñeco idéntico a mí)
Los vecinos sueñan conmigo baleado.
Los poetas con dedicarme elegías.
Otros con rociarme gasolina en la cabeza y arrojar un fósforo y ver mis rizos en llamas. Otras con llevarme a la cama. Y hace semanas un policía me detiene y me pregunta
si yo no era el poeta que había leído poesía aquella noche y le digo que sí y el policía dice que son buenos poemas y hace una reverencia o algo así.
Once estrofas
Para encontrarte tuve que enjaular a la bestia,
mudarme a una ciudad del norte,
cortarme una oreja, aplastar cucarachas
y verter sal sobre la nieve de la escalera.
Visité Nueva York y miré abajo
desde el Empire State y no estabas.
Visité a una gitana de cien años
que dijo: teme a la muerte por agua.
No eras la que encontraron flotando
en el Ozama ni la que amenazó con matarme
empuñando una tijera. No eras Marina
Tsvietáieva colgando de una cuerda.
Te esperé en un apartamento donde las ardillas
entraban y secuestraban mi poesía.
La nieve caía tras las ventanas.
La luna en el firmamento tosía.
¿Dónde está?, le preguntaba a las meseras
que pasaban sin hacerme caso. ¿Dónde estás?,
preguntaba cortándome las manos
y dejándolas caer desde un puente en Chicago.
¿Dónde está?, preguntaba como aquel
hombre en el veinteavo piso de un edificio
que se quema, como Baudelaire sentado
en un banco de París al amanecer.
No estabas en la playa mientras
las olas le susurraban tu nombre a la arena.
(El sol brillaba y una gaviota parecía
haber pescado un zapato de Hart Crane)
Pregunté por ti con un cigarrillo entre los labios,
barajando el dominó y temblando,
como un árbol depresivo que ha dejado
caer todas sus hojas y le da frío.
Te busqué en museos y en bibliotecas
en las cuales me dormía y melancólico traducía:
sueño con ella amada o muerta
porque la ciudad es demasiado pequeña.
Te busqué en un sueño, en un bolero,
entre los extras de una película
de bajo presupuesto, te busqué
con los ojos cerrados y con los ojos abiertos.
Te busqué, mi amor,
de esa manera en que Aristófanes
comenta que se buscan las dos mitades
en uno de los diálogos de Platón.
— Anne Sexton —
cerró la puerta del carro y lo encendió y siguió tomando vodka y recitando el
último poema con los ojos inundados de lágrimas negras y gritaba el poema y el
interior del carro se llenaba de dióxido de carbono mientras afuera del garaje se
escuchaban los rugidos del carro cada vez que aceleraba y bebía vodka y
gritaba el poema que era su poema y de nadie más dentro de ese carro que
aceleraba hasta el fondo y al poema se le acababan las palabras y las lágrimas
negras bajaban y bajaban y los pulmones envenenados se hinchaban y el abrigo
de su mamá que llevaba puesto y sus ojos que se abrían o se cerraban como los
de una muñeca.
cerró la puerta del carro y lo encendió y siguió tomando vodka y recitando el
último poema con los ojos inundados de lágrimas negras y gritaba el poema y el
interior del carro se llenaba de dióxido de carbono mientras afuera del garaje se
escuchaban los rugidos del carro cada vez que aceleraba y bebía vodka y
gritaba el poema que era su poema y de nadie más dentro de ese carro que
aceleraba hasta el fondo y al poema se le acababan las palabras y las lágrimas
negras bajaban y bajaban y los pulmones envenenados se hinchaban y el abrigo
de su mamá que llevaba puesto y sus ojos que se abrían o se cerraban como los
de una muñeca.
— La pelota que lancé cuando jugaba en el parque aún no ha tocado el suelo —
Siempre quise ser el primer dominicano en la NBA.
Para entonces poner un dominicano en la NBA
era tan difícil como poner un dominicano en la luna.
Practiqué tiros libres, corrí, hice marineros,
sentadillas y lagartijas.
Parodié ganchos, donqueos.
Jugué veinticinco quintetos al día.
Mandé hacer una franela
con el número veintitrés y lloré
cuando Magic Johnson anunció que tenía sida.
Un día toqué la malla de un salto.
Luego toqué el tablero.
Nunca llegué a tocar el aro.
Conseguí esas pesas
que se amarran en los tobillos
y que incrementan el salto.
Pero no funcionaron y me las cambiaron
por unos Converse Magic con aire comprimido
que me robaron mientras jugaba bajo
un transformador en San Carlos.
Compré unos Reebook Pump
y me expulsaron del equipo nacional
de minibasket.
Me faltaba estatura, alegaron.
Ni empinado era lo suficientemente alto.
Dormí trece, catorce, quince horas al día
para acelerar mi crecimiento.
Comencé a comprar jarabes,
vitaminas, minerales, suplementos.
Luego de once meses
creo me estaba encogiendo.
Hice barras.
Ejercicios de estiramiento.
Le pedí a Jesús, a la Virgen
y al hombre elástico
unas míseras pulgadas de más.
Ya tengo treinta años y todavía necesito
dos pulgadas para alcanzar los seis pies.
En vez de llegar a la nba me mudé de barrio
y ahora juego dominó
en donde da lo mismo si eres enano.
También escribo poemas
y se los dedico a quien se me ocurra.
Por ejemplo este, que dedico a los que ya no se quitan
la camiseta al jugar básquetbol
porque les ha crecido pelo en la espalda.
Espero que lo gocen y que aplaudan.
Siempre quise ser el primer dominicano en la NBA.
Para entonces poner un dominicano en la NBA
era tan difícil como poner un dominicano en la luna.
Practiqué tiros libres, corrí, hice marineros,
sentadillas y lagartijas.
Parodié ganchos, donqueos.
Jugué veinticinco quintetos al día.
Mandé hacer una franela
con el número veintitrés y lloré
cuando Magic Johnson anunció que tenía sida.
Un día toqué la malla de un salto.
Luego toqué el tablero.
Nunca llegué a tocar el aro.
Conseguí esas pesas
que se amarran en los tobillos
y que incrementan el salto.
Pero no funcionaron y me las cambiaron
por unos Converse Magic con aire comprimido
que me robaron mientras jugaba bajo
un transformador en San Carlos.
Compré unos Reebook Pump
y me expulsaron del equipo nacional
de minibasket.
Me faltaba estatura, alegaron.
Ni empinado era lo suficientemente alto.
Dormí trece, catorce, quince horas al día
para acelerar mi crecimiento.
Comencé a comprar jarabes,
vitaminas, minerales, suplementos.
Luego de once meses
creo me estaba encogiendo.
Hice barras.
Ejercicios de estiramiento.
Le pedí a Jesús, a la Virgen
y al hombre elástico
unas míseras pulgadas de más.
Ya tengo treinta años y todavía necesito
dos pulgadas para alcanzar los seis pies.
En vez de llegar a la nba me mudé de barrio
y ahora juego dominó
en donde da lo mismo si eres enano.
También escribo poemas
y se los dedico a quien se me ocurra.
Por ejemplo este, que dedico a los que ya no se quitan
la camiseta al jugar básquetbol
porque les ha crecido pelo en la espalda.
Espero que lo gocen y que aplaudan.
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