viernes, 8 de julio de 2011

El extranjero de Murvin Andino, y la soledad

Foto: Murvin Andino



A veces resulta necesario ir lejos en la geografía y descubrir el mundo en que vivimos; en otros casos, desde el repertorio circunstancial experimentado por un extranjero descubrimos la escasez propia de lo concebido como básico, sobre todo, la soledad que nos rodea y la urgencia de aplastarla, y, en el peor de los casos, la insólita tolerancia.

Para muchos el concepto de un ser denominado extranjero descansa en una fase sensorial establecida por límites estrictamente topográficos, y nos sorprende el sabernos ajenos en nuestro propio suelo o de aquello juzgado como propio. Así, el autor nos da una advertencia, “La idea de pertenecer a un lugar o a una persona es algo utópico, ni siquiera uno mismo puede jactarse de pertenecerse.”

Ésta verdad lo lleva a una migración real casi rayando en la vagabundez de espíritu. La última noche del viaje es la primera con que se comienza una suerte de diálogos internos donde delata la confusión y el vacío que le confiere la lejanía; donde nace la noche es el final hacia donde el recuerdo y el viaje, como un castigo, parece llevarlo todo para tragárselo con su abismo.

El autor se entera de una verdad ancestral. Un extranjero se escapa en la oscuridad, y es la noche quien lo traslada sobre viajes, barcos, sombras y resurgen los lugares desolados: “El viento sopla,/ la noche crece como una enfermedad terminal./ Adentro, la extraña víscera/ devora multitud de voces y quejidos.” (Noche en soledad).

Es la noche envuelta en campanas y ruido la que viene a cegarnos con soles que acaso le lanza una ciudad insensible, que bien podría ser cualquier ciudad con sus prácticas y vida cotidiana.

Somos seres condenados y desiertos. Ante esa sospecha, no hay más dudas, cuando en “Ejercer la soledad” nos dicta: “Lo peor serían las despedidas,/ los viajes largos y la muerte, (…) Lo malo sería ejercer la soledad/ como principio del espíritu,/ volar lejos a ciertos lugares,/ despedirse por si acaso…”.

“Despedirse por si acaso”… ¿Acaso no es éste un reflejo de abandono? El continuo despertar físico lo manifiesta en Soratama, el hotel colombiano donde despierta también la esperanza del extranjero ante el evidente hundimiento propuesto por la soledad interna, la infinita, la del eclipse, la del ahogo y el abismo adonde todos asisten en algún momento de la vida.

La afirmación del extraño es más bien la experiencia del extraño, ya sea porque lo es o porque la realidad que lo envuelve es más abrumadora y lo confina a su soledad humana, entonces llena con todas las reminiscencias individuales, emotivas o indiferentes, la explicación de su existencia, si acaso la misma del animal no racional que no puede expresarlo con palabras.

Se diría que es el acercamiento o la resignación del espíritu, pero, cada vez que se tiene la oportunidad el ánimo tiende a ser rebelde y expresa su parecer: de allí todo el entendimiento humano. Tenemos ante nosotros una confesión de las vivencias personales del vacío, pero, también de la firmeza descarada de la esperanza y el sentir de su persona ante tal espectáculo.

En “Museo Botero” existe una descarga de la expresión mundana a través del lenguaje del arte y su entretenimiento; descansa en esta contemplación de aquel desgarramiento desmedido de los otros poemas del libro, y se “corona la esperanza”. Lo ve reflejado en las figuras y restos de imágenes y colores, y únicamente en un resquicio del ojo nos sacude esta alerta: la soledad y el extrañamiento; y reflexiona, “El día es ese país extraño que aglomera raros mundos y algunos huesos”.

“Cada lugar es una puerta diferente, otra vida…”
¿A quién pertenece un individuo cuando se sabe sustraído o en la capacidad deliberada de abandonar o abandonarse a un lugar afecto o desigual?

En “Soratama (Hotel)” (uno de los poemas de mayor referencia física mezclada a la orfandad propia) la soledad se desliza sobre luces y atraviesa la lluvia ante el paso de un misterioso extranjero que vaga por sus pasillos y recodos. Es esa realidad y su crudeza de lejanía donde encuentra una respuesta doble: el precio de la lejanía cuanto más necesaria al oficio del escritor se hace también dolorosa; entonces el abandono es más que deliberado, y, acaso una voz de Hemingway o de John Fante está murmurándole al oído para discutir algunos ingredientes sobre la tarea de referir sucesos y experiencias cuanto mejor si son vividas en carne propia.

Por otra parte, ese abandono parece encontrarnos siempre, nos espera ineludiblemente en cualquier lugar, ante cualquier puerta.

Bienvenidos todos, asistamos a un lugar acostumbrado pero inadvertido; asistamos a la soledad, a los fragmentos de vida que solo dicta el encontrarse o el extrañarse. Lleguemos como un extranjero, continuemos el viaje adonde el autor invita y promete: “Donde mueren olas/ nacen países, hombres,…”, y añade con insistencia, como la del navegante ante un oleaje oscuro que lo provoca, “estoy otra vez pensando en partir/ y renunciar a los escombros,…” y, propone con entereza en un girar de ruedas y flotar de barcos, una marcha hacia la atmósfera donde se distingue el objeto de la vida y al hombre cuanto es ante ese sitio que podría ser “Cualquier ciudad, cualquier país,/ camino, aeropuerto, cementerio,” (…) el “lugar desconocido/ y abismal,/ que es el viaje.”


Otoniel Natarén

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