lunes, 27 de septiembre de 2010

Hernán Rivera Letelier:"A lo mío ponle realismo estético o realismo poético"

Hernán Rivera Letelier.


El escritor chileno Hernán Rivera Letelier publica El arte de la resurrección, novela con la que obtuvo el Premio Alfaguara 2010, y en la que describe al Cristo de Elqui, un mesías del siglo XX a quien el autor ha dotado de todo el humor de los mineros del salitre y que nunca encontró en los Evangelios, por más que los leyó varias veces. Una imaginación poderosa y personal se entremezcla con una fuerza narrativa y un lenguaje soberbio no exento de poesía que dan a la obra el pedigrí de los libros condenados a quedarse en nosotros.

Hijo de un predicador evangelista, Rivera se considera un poeta que escribe novelas y, más que intelectual, un boxeador en decadencia. Pese a todo no le duelen los golpes que le ha dado la vida, pero sí los ajenos. De ahí que dedicara unos años de su vida a investigar la matanza de la escuela de Santa María de Iquique, donde murieron 3.000 obreros, mujeres y niños, y que describe en su novela Santa María de las flores negras (2002). Se obsesiona con los títulos de sus obras, trabaja hasta el desmayo los arranques de sus textos y busca en cualquier parte o bien se inventa los nombres de los personajes. Ahora escribe su mejor novela, de la que prefiere no hablar. Entre otras obras, cabe destacar además La Reina Isabel cantaba rancheras, Los trenes se van al purgatorio o Canción para caminar sobre las aguas.

Cuando obtuvo el Premio Alfaguara por esta novela, lo primero que se le vino a la cabeza fue que su Cristito empezó de nuevo con los milagros.
En efecto. El primer milagro lo había hecho antes. Éste fue el segundo. El primero fue cambiar de número el libro que estaba haciendo. Éste era el libro número diez, pero cuando yo llevaba 40 páginas se me atravesó otra historia y la escribí en tres meses. La publiqué. Se llama La contadora de películas. Entonces, ese libro pasó a ser el número diez y éste pasó a ser el número once. El once es mi número fuerte.

Sorprende el aliento y la fuerza narrativa de la novela. De hecho, éste fue uno de los argumentos para darle el premio.
Soy un convencido, o por lo menos es lo que yo busco, que en una novela, más que la historia que le estoy contando al lector, me interesa que el lector sienta un placer estético en la lectura, que se detenga, que saboree las palabras, que las sienta, que las huela, que las deguste. En ese sentido, me considero esencialmente un poeta, un poeta que está escribiendo novelas. Y para mí, el lenguaje y el tono son esenciales en la novela.

Leo en su libro: “El cuerpo, hermanos, si se trata bien, puede durar toda la vida”. El humor es uno de los pilares fundamentales de su obra, un humor a veces esperpéntico.
Yo quise darle a este Cristo el humor de los pampinos. Los pampinos son los mineros que trabajan en la pampa el salitre. En ese desierto, que es el más inhóspito del planeta, si no hay sentido del humor, no sobrevivimos. Entonces, yo me leí los Evangelios cuando niño, me los leí no sé cuántas veces y no encontré humor en los Evangelios. Yo quise darle esa característica de los mineros a Cristo.

Obtuvo el XIII Premio Alfaguara también por la creación de una geografía personal. Usted ha dicho que no podría escribir otra cosa que no fuera el desierto de Chile, porque “el desierto soy yo”.
Claro, todo lo que me ha salido hasta ahora, excepto un libro, ha tenido que ver con el desierto, el desierto como paisaje de fondo. Yo viví 45 años en ese desierto, de los cuales yo trabajé 30 como obrero, entonces lo que me gusta es contar la historia de esa parte de mi país. De alguna manera, soy un predicador también en el desierto porque estoy contando su historia y haciendo a la vez este milagro, el milagro de resucitar esa historia que ha estado enterrada, de repoblar sus campamentos, esos pueblos muertos, esos pueblos fantasma de los que hay cientos de ellos en el desierto, porque hubo más de 300 campamentos y pueblos que trabajaban el salitre y de esos 300 queda uno con vida. El desierto se convirtió en un cementerio de pueblos muertos. Yo lo estoy repoblando, como reviviéndolo con mi obra.

Su padre también fue predicador. ¿Hay algo de él en este personaje inventado?
Tiene, tiene, tiene mucho de mi padre, incluso tiene mucho de mí. En el fondo, yo siento que todos mis personajes tienen algo de mí, incluso mujeres, niños, locos. En fin, yo soy un poco todos ellos.

“No soy ningún intelectual, tengo cara de boxeador en decadencia”. ¿Escribe para contar los golpes que le ha dado la vida?
No. Yo cuento historias y entre ellas si hay que contar algún golpe, se cuenta, pero sin caer en el tono de autoconmiseración. Yo he contado tragedias inmensas que han ocurrido en ese desierto, como la matanza de la escuela de Santa María de Iquique, donde murieron más de 3.000 obreros, mujeres y niños. Pero yo que he estado en huelga, en marchas de hambre, en el desierto, yo sé que ahí, en el drama, igual aflora el sentido del humor. Entonces, la tragedia también está contada con pinceladas de humor.

Un día dijo que Santa María de las flores negras (2002) era su novela más importante hasta entonces. ¿Lo sigue pensando?
Históricamente hablando es la más importante que hay. Literariamente hablando, creo que es ésta. Pero la que estoy haciendo ahora es mucho mejor (ríe).

¿Tiene ya título?
No. Aún no. Y si lo tuviera, tampoco te lo diría. Soy supersticioso.

Se considera un “hijo del boom latinoamericano”, pero le molesta el término “realismo mágico”. Prefiere hablar de “realismo estético”.
Como no estoy haciendo un realismo mágico, cuando me preguntan eso, de repente, se me ocurrió decir, bueno, a lo mío ponle realismo estético o realismo poético, porque lo que yo trato de hacer es volver mágica una escena común y corriente a través del lenguaje, a través de las palabras, a través de la poesía. En mis novelas nadie vuela, nadie hace nada mágico, pero da la impresión de que fueran cosas mágicas por el uso de la poesía, por el espíritu de la poesía.

Llama la atención sus títulos, entre poéticos, surrealistas o sencillamente extraños: La Reina Isabel cantaba rancheras, Hijo del ángel parado en una pata, etcétera.
En el fondo, yo me preocupo mucho de los títulos. Tienen que tener poesía, tienen que tener la médula de la historia que estoy contando en la novela. O sea, no tiene que ser un título gratis, tiene que ser pensado, tiene que ser creado como una página. El título, como los nombres de los personajes, para mí son importantísimos., son vitales casi.

Juan Rulfo iba a los cementerios a buscar nombres extraños. ¿Usted dónde los encuentra?
Uno de mis nombres lo encontré en un cementerio de la pampa, de un libro que se llama Fatamorgana de amor con banda de música. Pero mis nombres los encuentro por ahí y los anoto. O los invento, lo último. Hay muchos inventados.

El primer párrafo de este libro está muy estudiado. ¿Le preocupa también el arranque de la novela?
Es fundamental. En el arranque de la novela, en el primer párrafo, tiene que estar la historia que vas a contar. Tiene que estar el tono, que es muy importante, tiene que estar el lenguaje. En el primer párrafo está todo. Entonces es importantísimo.

Aunque ya lo ha respondido en parte, tenía anotada esta frase suya: “Yo me siento un poeta que escribe novelas. Soy un amante de las palabras, de su música, de su sabor. De su suavidad o su aspereza”.
Exacto. Lo que te dije recién. Mira, lo que yo quiero, lo que yo busco, es traspasar el espíritu de la poesía a la prosa. Yo escribí poesía durante veinte años, o poemas, más bien dicho. Y creo que eso fue fundamental en mí porque aprendí el valor de las palabras y las aprendí a amar. Y yo pensaba que nunca iba a escribir una novela porque la novela para mí era cosa de idiotas. Yo quería decir un mundo entero en un verso, pero una vez en una biblioteca descubro a Leopoldo Marichal con su novela Adán Buenos Aires. Y me di cuenta que se podía hacer poesía también en la prosa, en la novela. Porque el poema es un envase de la poesía, pero yo he visto poemas sin una gota de poesía y he encontrado ensayos llenos de poesía, cuentos llenos de poesía y novelas llenas de poesía.

Dice usted: “Yo aspiro a tomar lo maravilloso de García Márquez, lo mágico de Juan Rulfo, lo lúdico de Cortázar y la sabiduría de Borges”.
Y podríamos agregar otros escritores de esa época que fueron mis maestros. Podríamos agregar el humor de Cabrera Infante. Podríamos agregar Después de la palabra de Leopoldo Marichal. Podríamos agregar la poesía grandiosa de Lezama Lima. Ellos fueron y son mis maestros. Yo nunca tuve una clase de literatura. Yo les debo un poco a todos los grandes que leí alguna vez y que releo siempre. Lo poco que sé lo aprendí de los libros. ¿Por qué lo voy a negar? Hay muchos que niegan a sus padres o los matan. Yo, no. Yo soy un hijo agradecido.

¿Qué otro género, además de la novela, le gustaría trabajar y que todavía no lo ha hecho?
Yo soy un simple contador de historias. Me gustaría mucho hacer una obra de teatro pero lo intenté y no pude. Creo que el diálogo no es mi fuente. Si tú te fijas en mis novelas no hay casi diálogo, más que transcribir un diálogo, lo que hago es describir los diálogos. Es un truco que aprendí porque soy muy torpe en los diálogos.

Sin embargo, algunas novelas suyas se han adaptado al teatro.
Cuatro novelas mías, al teatro. Y ahora se va a llevar una al cine: La contadora de películas.
Tomado de: diariobahiadecadiz.com
Antonio López Hidalgo
lopezhidalgo@us.es

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