Alfonso
Fajardo (20 de Marzo de 1975), miembro fundador del Taller Literario TALEGA en
1993, una de las agrupaciones literarias más importantes de la década de los
noventa y principios del nuevo siglo. Tiene más de una docena de premios
nacionales; además, tiene el título de “Gran Maestre”, rama Poesía, 2000,
otorgado por la extinta CONCULTURA, hoy Secretaría de Cultura, por haber
obtenido tres primeros lugares nacionales en poesía. Además, tiene los premios
internacionales: LXV Premio Hispanoamericano de Poesía, Juegos Florales de la
ciudad de Quetzaltenango, Guatemala, 2002; y Mención de Honor en el Premio
Centroamericano de Literatura “Rogelio Sinán”, rama poesía, 2005. Tiene los
libros publicados “Novísima Antología” (1999); “La Danza de los Días” (2001);
“Los Fusibles Fosforescentes” Ministerio de Cultura de Guatemala (2002) y
Editorial Lis (2003). Fue antólogo y seleccionador de la
antología “Lunáticos”, que recoge a la generación de poetas jóvenes de de los
años noventa (Índole Editores, 2012).Por otra parte,
aparece en varias antologías, tanto nacionales como internacionales, entre
ellas: “Alba de Otro Milenio”, Antología de Poetas Jóvenes de El Salvador.
Compilador: Ricardo Lindo, CONCULTURA, 2000; antología de los ganadores de los
Juegos Florales de Quetzaltenango, Editorial Cultura, Guatemala, 2002; “Memoria
del Festival Internacional de Poesía de Medellín”, 2003; TRILCES TRÓPICOS”, Poesía Emergente en
Nicaragua y El Salvador, Editorial La Garúa, Barcelona, España, 2006;
“CRUCE DE POESÌA, Nicaragua-El Salvador”, Editorial 400 Elefantes, Nicaragua,
2006. Ha participado en varios festivales internacionales de poesía, entre
ellos el Festival Internacional de Poesía de Medellín (2003) y el Festival
Internacional de Poesía de Granada, Nicaragua (2005). Además, es Licenciado en
Ciencias Jurídicas, con Maestría en Derecho de Empresa.
Poemas
de Alfonso Fajardo
De:
La Danza de los Días
i
me
explico
Verdad que os da lástima mirarme?
Nicanor Parra
I
Me
explico.
Todo
empezó hace una larga vida, año 13 conejo.
Debieron
sedarme al momento del parto, porque,
de
lo contrario, lo habría impedido con todas mis fuerzas.
Pero
no entraré en lo plañidero: para eso está
la
hermosa poesía de César Vallejo y el tono llorón
de
ciertos saltimbanquis.
Me
bastará detallar, en cambio, estos pobres huesos
que
comerán osteoporosis, esta panza regada con magia,
estas
piernas que han sentado a la belleza, estos pies que han trotado
sobre
cuerdas flojas, estas manos más dichosas
que
las del primer hombre en la luna, estos mis ojos
que
ventilan la casa de los sueños y el historial todo
de
mis genes, rabiosos juguetes, cicatrices y cenizas.
De
padre mago, supongo, pues desaparecía botellas; salía blanco
de
la casa y regresaba rojo –dicen que guardaba pancartas
bajo
la cama-; economista hasta el tuétano: hombre
de
muy pocas palabras y aliento. De madre secretaria bilingüe: habla pájaros
y
agua; de sus manos nace el maíz que soy, amiga de los niños,
progenitora
de tiernos dolores; del cordón umbilical de sus ojos
en
vilo me encuentro.
A
los dos años aprendí a caminar y a los cuatro a leer,
lo
cual no sería relevante si no fuera
por
el semiótico significado de su karma: a todos sorprendió
mis
pasos de retroceso y mi disléxica manera de deletrear el mundo;
siempre
pastando en desiertos, siempre de lo último al principio,
siempre
serpiente mordiendo su cola, siempre contracorriente,
siempre
imposible, nunca.
A veces
recuerdo los caminos y los zacatales me hieren.
Aquí,
en este parqueo, descansé; allá, en la oficina
del
gerente general de la más famosas de las pizzas, defequé;
lo
cual es usual en un bosque como el que aquí vivió, años ya,
cuando
mi pecho se deslizaba tenue entre hierba y lluvia.
Desde
entonces ya parecía un lienzo de Picasso
venido
a menos, una radiografía andante
con
la naturaleza agravada y asumida
de
tener una cara de Juan Pérez que con orgullo aún mantengo.
Era
la época de las provocaciones y yo, materia urbana,
navegaba
en torrentes de aceras, con pelotas de plástico
pateaba
y driblaba al tiempo, miraba obtusas caricaturas,
descifrando
la escritura de la lluvia bebía barriles
de
leche en vasos azules, comía nada y soñaba bastante,
tocaba
una música de trompos, chivolas y piscuchas;
me
sentaba en cuadernos y cementerios,
sangraba
feliz y empezaba a nacer,
como
un asesino en serie,
las
múltiples personalidades, los rostros
de
eterno niño loco con alma de payaso y neblina.
Era
la época de las provocaciones, decía;
en
las calles hervían puños, a la diestra llovían cuerpos
que
años después leí con morbosa avidez, solícitos brindaban
sus
pechos los historiadores del suplicio, y bajo el día gris temblaba,
como
el amanecer de los desesperados, el árbol del miedo y el sobresalto.
Pronto
cambié de líquidos, de juegos,
de
escenarios, de tierras y obsesiones. Algo crecía, algo
que
inerme me tomaba por asalto y llevábame
por
impúdicas calles y furtivas casas. Era, pues,
otro
el delirio que como bello cáncer mordía mis nervios.
Estaba
satisfecho y, sin embargo, tenía sed;
calmaba
mi sed y, sin embargo, estaba insatisfecho;
de
fuentes de luces bebía resplandores, umbrales.
La
noche desvelaba y yo velaba la muerte de mi sangre
en
el cuerpo de la noche. Así las cosas.
Me
llamaba Fausto en las tabernas y Pepito en las aulas,
en
la iglesia salesiana cantaba cumbias de moda
y
en los partidos de fútbol leía a Góngora .
Sacaba
a pasear mi gris uniforme
por
billares, tiendas matutinas, playas verdes
y
salones donde el tiempo era humo y fuego la vida.
A
menudo, alumno ligeramente aplicado, pasaba
bajo
el limbo del tiempo y visitaba con cierta frecuencia
la
oficina del padre: mi alma de payaso me traicionaba,
como
al poeta eléctrico, en los momentos más decisivos y solemnes.
Allí
tratábanme desde loco hasta hereje,
desubicado,
sensible, pervertido, mal ejemplo me decía
el señor de cuello sofocante cuando
inquisitivo
apuntaba
su dedo índice contra mi cara y mandábame al diablo.
Así,
pues, el alado polvo de aquellos soles que,
uno
a uno, fueron arrojando sombra sobre la danza de los días.
Algo
inexplicable corría por mis venas como potros salvajes,
y
algo inexorable debatíase en la calle de los adioses:
la
muerte bailaba un danzón y reía sarcástica
alrededor
de mis sueños, y yo la espantaba
y
me defendía con banderas, pancartas, palabras y verdades.
Luego
el péndulo bruñido del tiempo
decapitó
mis celestes sueños y, como el pastor a su tierra,
rendí
tributo al pétalo que a su tiempo me cobija y soporta.
Viejo
de vida y sin olvidarme de soñar, siembro
plantas
medicinales en agendas disponibles, traigo
a
casa el imposible de cada día y, siempre loco,
me
vuelvo niño con el sólo soplo de otros hechizos,
si
no pregúntenle a mi nuevo juguete, esa niña
de
seis años que a diario se cuelga de mi pecho.
Me
acompaña, ahora que el vaso de magia está a medias,
una
música de alas y puentes, un cigarro
que
tranquilo expira en la oscuridad, una flor
que
me conoció mejor que nadie, una ciudad
en
la que me reconozco, una hija
que
hace las veces de psiquiatra y,
como
un animal que nació para morir,
un
espejo de río y asfalto donde me reflejo y,
dándome
golpes de pecho
y
con una sonrisa cargada de pasado,
ahora
explico sus cansadas venas.
II
Transcurre
la saliva ajena del tiempo, sólo transcurre,
sin
adjetivos ni signos de admiración. Soy testigo
de
su espuma estancada en un café negro,
a
las seis de la tarde en punto, hora salvadoreña; soy testigo,
repito,
del tedio hermoso de no tener empleo
cuando
el estómago marca su alarma, madre se vuelve
lenta
y las ropas, como hojas de un árbol seco,
palidecen
frente al espejo de la calle donde no me reconozco.
No
diré nada importante, en un país
donde
nada es importante y único, ni siquiera el delicioso
cuento
del abuelo y la nieta que no pudo ser. Aquí sobra
la
melancolía, los corazones desteñidos, el desencanto del jilguero,
el
silencio insoportable y esta desmesurada forma de decir estoy vivo.
Diré
la mesa no alumbra y el sol no está puesto,
el
cadáver sardónico camina infiernos
y
se siente como en casa. Me siento como en casa,
pero
los rostros de mi casa son ajenos, conflictivos y siniestros.
Soy
testigo de este ardor imperdonable que cubre el tiempo y,
sin
embargo, esta ciudad fantasma es un poema donde nada pasa,
donde
nada transcurre, cuando son las siete y negro y el café noche.
III
Y
siguiendo con el patrimonio del tiempo, tomo el cuchillo
y
apuñalo el papel mientras en los parlantes suena,
como
el grito trémulo de los ahogados,
una
música flamenca, un blues oscuro
que
nace del semen del sueño de Blake.
Nada
que decir; nada, tampoco, que callar.
Sólo
el óleo distorsionado de esta hora,
de
este testigo; el retrato en blanco y negro
que
chorrea sangre por los resquicios de sus ventanas.
Nueve
con nueve en la noche y quiero explicarme.
¿De
dónde esta mezcla de cuervo y pájaro carpintero?
El
día es un plato de uvas podridas
y
en él mi hambre pasa su lengua y se entretiene.
Mis
años recientes son cántaros de agua de vida de luna.
Estudio
y cada vez sé menos, imposible determinar
el
genoma del hombre desde esta tierra que transpira inocencia, locura y alcohol.
Vivo
y no vivo en una ciudad
que
me sofoca y me refresca:
bajo
el puente de sus día caminan mis ignominias.
Nueve
y treinta y dos y Zack de la Rocha
pega
su bala en mi cabeza.
La
lluvia está equivocada:
sólo
aquí hay ojos que soportan sorilegios.
Duermo
en una cama de espinas, en ella han llorado Magdalenas, Penélopes y Safos de
Lesbos
Sueño
pero no sueño, no juego baloncesto
pero
igual salto. A veces mi filosofía se resume
en
un partido de fútbol.
Mis
contradicciones son perfectas.
Yo
soy perfecto
y
mentiroso.
Nueve
y cincuenta y cuatro y la noche trae,
como
sombras de esperados velámenes,
miles de
Norman Bates que sedientos miran mi cuaderno.