Fragmento de mi novela... (Capítulo II, Cómo mueren los canallas.)
Así que mientras crecía y tenía una infancia tranquila sumido en la
inconsciencia como todo niño normal, mientras jugaba a las escondidas con
Ángela en la oscuridad de la noche, el país sangraba la peor época que dejó a
más o menos unas 200 víctimas entre el año 1979, justamente el mismo de su
nacimiento, hasta que se intensificó la masacre en 1981 y a lo largo de la
década.
Vicente Rafael Canales Núñez, asesino -estaba subrayado en el
libro, como con cierto énfasis en ese personaje-. Billy Fernando
Joya Améndola, Daniel Balí Castillo, Juan Blas Salazar, Luis Alonso
Discua Elvir, Manuel Álvaro Flores Ponce, Mario Raúl
Hung Pacheco, Alexander Hernández Santos (alias Señor Dies),
Roberto
Arnaldo Erazo, canalla.
La lista continuaba y la fuerza con que hacía énfasis en ciertos nombres era notoria, hasta me dijo que le hacía sentir un estremecimiento circular en
todo su cuerpo cada vez que leía esos nombres que por alguna razón más que
humana le resultaba indignante.
Juan López Grijalba entre 1982 y 1984. "Asesino", decía con
doble subrayado. Responsable de una serie de violaciones a los derechos
humanos ocurridas en ese periodo y diez directamente imputables entre los que
sobresale la desaparición de Tomas Nativí Gálvez y Fidel Martínez en junio de 1981.
Mientras se dedicó durante algún tiempo con especial interés a las
páginas de aquel libro, Carlos encontró un viejo recorte de periódico con una
entrevista al señor Álvarez Martínez: "No temo por mi vida porque soy
cristiano; obedezco lo que dijo Cristo en sus palabras y vivo de acuerdo a eso..."
Al retirarse de todo lo que había hecho, este señor decidió buscar el perdón a sus pecados y dedicarse a
cuestiones religiosas, hablar de Cristo y del perdón fue su principal razón de
vida luego de su retiro y en cierta medida era una forma de pedir perdón, ofreciendo la vida eterna en las calles de la
capital de la república, quizá no sabía que la humanidad no olvida nunca, que
posee una memoria imborrable, creía que con atribuir a sus superiores la
culpabilidad por la muertes que caían en sus espaldas estaba a salvo, peor aún
sentirse a salvo sólo por el hecho de profesar arrepentimiento no era suficiente.
No se olvida, dijo Carlos a don Froy, yo que no
viví eso en carne propia no dejo de sentir repugnancia por esa gente. Mire
Carlitos, ¿sabe cómo acabó ese tipo? Pues, era un miércoles, 25 de enero de
1989, y el general salía de su casa en la colonia Florencia Norte, de
Tegucigalpa. Eran las 10:15 a. m., lo acompañaba su chofer y el costarricense
Adolfo Abreu. Al llegar su automóvil a una intersección hizo el alto de rigor.
En ese instante, un grupo de hombres que lo esperaban con uniformes de la empresa nacional de energía eléctrica
y armados con subametralladoras, dispararon varias ráfagas contra el vehículo, matando en el acto al chofer e
hiriendo al tico Abreu. Álvarez recibió 18 proyectiles en distintas partes del
cuerpo y no murió en el acto, por lo que, según Abreu, alcanzó a decir:
"¡Ay, no hagan eso conmigo!". Varios minutos después, en ruta hacia
el hospital, expiró.Así terminó la existencia de uno de los grandes canallas que ha tenido este paisito, le dijo don Froy. Ese tipo debe estar en las llamas del infierno ardiendo, sufriendo los peores castigos. De los demás no volví a saber nada, prefiero no pensar en ellos, algunos continúan hasta hoy en puestos públicos y viven del estado, algo que es normal en este país, que la mayoría de los léperos y lacras van a parar a oficinas públicas devengando sueldazos.
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