Luis Fernando Afanador
Revista El Malpensante
Cuando abrí el armario de mi hermano mayor vi el bareto. Entonces era cierto: fumaba marihuana. Quedé frío, sin reacción, como si hubiera perdido a mi hermano.Yo tenía 14 años, vivíamos en Ibagué y para mis padres la marihuana era la perdición. Y todo parecía indicar que él la fumaba: tenía el pelo largo, le encantaba el rock y andaba para arriba y para abajo con Moncho Plazas, un reputado marihuanero de la ciudad que usaba unas pintas estrafalarias. Era seguro, aunque él siempre lo negaba. Y mis padres, ingenuamente, le creían. O se hacían los que le creían, así son las familias; nunca ven lo que no les conviene y menos tratándose de los hijos consentidos. Mi mamá moría –y sigue muriendo– por mi hermano mayor. Y mi mamá, sin llegar a ser una matrona, mandaba en la casa.
Solo faltaba la “plena prueba” y yo acababa de descubrirla: ahí estaba el bareto, en el armario bajo llave que antes había sido un lugar prohibido lleno de tesoros: dinero, ropa, revistas, discos y fotos de mujeres. Hubiera podido delatarlo. O chantajearlo: su suerte estaba en mis manos. Sin embargo, no quise cobrar mi victoria. Realmente estaba consternado. Mis padres me habían llevado a ver una película sobre una muchacha que había empezado fumando marihuana y terminó muriéndose “en el infierno de las drogas”. Quedé traumatizado. Además, mi hermano también era mi ídolo. Secretamente yo anhelaba su mundo: de paseos, discotecas, carros, amistades incondicionales y muchachas bonitas. Decidí darle la oportunidad de mentir y seguí con el deporte familiar de no barrer debajo de la cama. Lo encaré, le dije de frente que había visto un cacho de marihuana en su armario. Me respondió impasible: “Se lo estaba guardando a Moncho Plazas”. La vida siguió como antes.
Hasta que un día un vecino, Gustavo, mucho mayor que yo, me pidió que le prestara unos discos de mi hermano que había escuchado en un programa de rock que él tenía con un amigo en una emisora local. Acababa de enterarme de que mi hermano tenía unas apetecidas “joyas” que me daban estatus en el barrio. Un “grande” requería de mis favores. Imposible negarme. E imposible prestárselos. Me tocó ir a escucharlos con él. Escuchar esa música que a la vez me atraía y me asustaba porque la asociaba directamente con la marihuana. Llegamos a su casa y, oh sorpresa, la otra invitada era la rubia divina del barrio. Nada que hacer: los marihuaneros conseguían las mejores viejas. Y estaba ahí, en el piso, sentada a mi lado, en actitud relajada. Mientras Gustavo empezaba a armar el bareto, yo sudaba y trataba de encontrar una disculpa para no “meter” que me dejara bien librado. Mejor dicho: que no me dejara como un huevón. Por primera vez sentí lo que era la presión de grupo. Aunque, teniendo en cuenta a la rubia divina, podría hablarse mejor de presión de “grupa”. Gustavo terminó de armarlo y me lo pasó: “No, gracias, más tarde”. La rubia divina, en cambio, no vaciló: aspiró varias veces mientras Gustavo le subía el volumen al disco The Very Best of Cream (¿o era Jethro Tull?). Miré a la rubia divina que después de fumar se echó unas gotas en los ojos y se fue para un mundo en el que, claramente, yo existía aún menos. El tiempo pasaba lento y yo –no sé para quién– ponía cara de estar muy interesado en la música. Fingía que me sollaba la música; fingía que no era un huevón. De pronto, Gustavo dijo que la marihuana se había acabado y me pidió que lo acompañara a comprar. Me provocó abrazarlo, darle las gracias: todavía me tenía en cuenta, a pesar de todo. Tomamos un bus y nos bajamos en una tienda de mala muerte hacia la salida para Armenia. Gustavo le habló a la dueña con un santo y seña y ella llamó a un muchacho que al rato se apareció con un paquete. Estaba asustado pero alcanzaba a disfrutar la adrenalina del peligro y de la clandestinidad. Si no era marihuanero, al menos podía llegar a ser un buen cómplice, “un man fresco”.
A los pocos años, ya no fue raro ver a los amigos fumando marihuana. En la esquina, en el cine, en cualquier parte, rodaba el bareto tranquilamente. Pero ya no me daba pena decir que no: me había vuelto simpatizante de izquierda –participaba en grupos de estudios marxistas– y los marihuaneros me parecían decadentes, alienados, oprimidos por la cultura del imperialismo. Aunque eso sí: seguía envidiándoles sus nenas bonitas, que escaseaban entre nuestras “compañeras”.
Me vine a Bogotá a estudiar junto con mi hermano mayor, que muy temprano empezó a trabajar y a encontrarle el gusto al dinero. Si fumaba, fumaba muy poco: la marihuana vuelve muy perezosa a la gente y eso es incompatible con hacer plata. Luego de vivir con una tía, de peregrinar por varias residencias estudiantiles, recalamos en una sui géneris administrada por los mismos estudiantes. Era una delicia; allí viví mi mejor época de estudiante, en un cuarto inolvidable junto a un árbol de sauce. Había estudiantes de todas las regiones, de todas las tendencias, caracteres y gustos. Había, por supuesto, varios marihuaneros. Que eran, por cierto, los más queridos y con los que mejor se hablaba de política, de música, de cine y de literatura. Fumaban marihuana todos los días. Tanto que a veces se engañaban ellos mismos. Alguno decía: “Hace rato que no me trabo”. Otro le respondía: “Ve, yo tampoco, ¿por qué no armamos un bareto?”. Es cierto, ahí lo comprobé: no es fácil dejar la marihuana. Fumaban y fumaban con sus lindas nenas y yo incólume, con mis firmes convicciones de izquierda, culpabilizándolos un poco por mi simple negativa a probarla.
Hasta que un día –llevaba ya tres años viviendo en la residencia– me entró la curiosidad de probarla. ¿Por qué? No sé: por joder, por cambiar, por la curiosidad de tanto verla, por no seguir siendo un adalid de nada y mucho menos de la moral. Le pedí al más burro que consiguiera un bareto. Fumé –yo no fumaba ni siquiera cigarrillos– y me senté a esperar. Nada, no sentí nada. “Es la marihuana, no es buena”, sentenció el experto. A los tres días se apareció con un paquete: “Es punto rojo, la mejor, no falla”. Por si las dudas, y porque no sabía aspirar, fumé bastante. Sentí demasiado: sentí que el piso se movía; me quedé media hora pensando si bajaba las escaleras y una eternidad mirándome en el espejo del baño sorprendido de que “ése” fuera yo. Sensaciones amorfas, extrañas, poco agradables. ¿Cuál era la bulla? El burro, como un profesor paciente, me explicó: “Hay que aterrizar la traba. Usted no se puede trabar y esperar a ver qué pasa. Hay que trabarse y hacer algo: leer, ir a cine, escuchar música, hacer el amor”. Leer no pude; hacer el amor no tenía con quién; escuchar música no me pareció mejor que hacerlo con audífonos. Me quedaba el cine: qué maravilla. O mejor: “qué nota”. Sobre todo, los musicales: Dulce caridad y Fama. La marihuana exacerba los sentidos pero a mí me exacerbaba especialmente el de la vista. Y la paranoia: así como era placentero ver las películas, era igual de angustioso tomar el bus para ir al teatro, padecer la mirada acusatoria de cada uno de los pasajeros que me gritaban como en el poema de Barba Jacob: “¡Eres un marihuano, un perdido!”. No aguanté la paranoia; en la balanza, mayor que el gusto. No volví a trabarme para ir a cine. Entre tanto, la acogida que me dieron los marihuaneros de la residencia fue conmovedora. Al fin era uno de los suyos, un carnal, parte de la cofradía, de la familia entrañable.
Por esa época leía mucho psicoanálisis y estaba obsesionado con psicoanalizarme. Se me ocurrió que la marihuana podía ayudarme en ese propósito. Y vaya si me ayudó: entendí la enfermiza relación con mi madre. Me curé del asma, que es un amor quejoso. La perdoné y quedó en paz mi relación con ella. Pude verbalizar una palabra mágica que fue tan brutal como esclarecedora. Muchos años después lo pude decir mejor, con la sutileza y los matices que proporciona el lenguaje poético:
Edipo resuelto
Le habían dado en el reparto
La actuación más difícil
La más triste
La de la madre
Que debía amar a su hijo.
Nunca más volví a probar la marihuana. No me ha hecho falta.
Solo faltaba la “plena prueba” y yo acababa de descubrirla: ahí estaba el bareto, en el armario bajo llave que antes había sido un lugar prohibido lleno de tesoros: dinero, ropa, revistas, discos y fotos de mujeres. Hubiera podido delatarlo. O chantajearlo: su suerte estaba en mis manos. Sin embargo, no quise cobrar mi victoria. Realmente estaba consternado. Mis padres me habían llevado a ver una película sobre una muchacha que había empezado fumando marihuana y terminó muriéndose “en el infierno de las drogas”. Quedé traumatizado. Además, mi hermano también era mi ídolo. Secretamente yo anhelaba su mundo: de paseos, discotecas, carros, amistades incondicionales y muchachas bonitas. Decidí darle la oportunidad de mentir y seguí con el deporte familiar de no barrer debajo de la cama. Lo encaré, le dije de frente que había visto un cacho de marihuana en su armario. Me respondió impasible: “Se lo estaba guardando a Moncho Plazas”. La vida siguió como antes.
Hasta que un día un vecino, Gustavo, mucho mayor que yo, me pidió que le prestara unos discos de mi hermano que había escuchado en un programa de rock que él tenía con un amigo en una emisora local. Acababa de enterarme de que mi hermano tenía unas apetecidas “joyas” que me daban estatus en el barrio. Un “grande” requería de mis favores. Imposible negarme. E imposible prestárselos. Me tocó ir a escucharlos con él. Escuchar esa música que a la vez me atraía y me asustaba porque la asociaba directamente con la marihuana. Llegamos a su casa y, oh sorpresa, la otra invitada era la rubia divina del barrio. Nada que hacer: los marihuaneros conseguían las mejores viejas. Y estaba ahí, en el piso, sentada a mi lado, en actitud relajada. Mientras Gustavo empezaba a armar el bareto, yo sudaba y trataba de encontrar una disculpa para no “meter” que me dejara bien librado. Mejor dicho: que no me dejara como un huevón. Por primera vez sentí lo que era la presión de grupo. Aunque, teniendo en cuenta a la rubia divina, podría hablarse mejor de presión de “grupa”. Gustavo terminó de armarlo y me lo pasó: “No, gracias, más tarde”. La rubia divina, en cambio, no vaciló: aspiró varias veces mientras Gustavo le subía el volumen al disco The Very Best of Cream (¿o era Jethro Tull?). Miré a la rubia divina que después de fumar se echó unas gotas en los ojos y se fue para un mundo en el que, claramente, yo existía aún menos. El tiempo pasaba lento y yo –no sé para quién– ponía cara de estar muy interesado en la música. Fingía que me sollaba la música; fingía que no era un huevón. De pronto, Gustavo dijo que la marihuana se había acabado y me pidió que lo acompañara a comprar. Me provocó abrazarlo, darle las gracias: todavía me tenía en cuenta, a pesar de todo. Tomamos un bus y nos bajamos en una tienda de mala muerte hacia la salida para Armenia. Gustavo le habló a la dueña con un santo y seña y ella llamó a un muchacho que al rato se apareció con un paquete. Estaba asustado pero alcanzaba a disfrutar la adrenalina del peligro y de la clandestinidad. Si no era marihuanero, al menos podía llegar a ser un buen cómplice, “un man fresco”.
A los pocos años, ya no fue raro ver a los amigos fumando marihuana. En la esquina, en el cine, en cualquier parte, rodaba el bareto tranquilamente. Pero ya no me daba pena decir que no: me había vuelto simpatizante de izquierda –participaba en grupos de estudios marxistas– y los marihuaneros me parecían decadentes, alienados, oprimidos por la cultura del imperialismo. Aunque eso sí: seguía envidiándoles sus nenas bonitas, que escaseaban entre nuestras “compañeras”.
Me vine a Bogotá a estudiar junto con mi hermano mayor, que muy temprano empezó a trabajar y a encontrarle el gusto al dinero. Si fumaba, fumaba muy poco: la marihuana vuelve muy perezosa a la gente y eso es incompatible con hacer plata. Luego de vivir con una tía, de peregrinar por varias residencias estudiantiles, recalamos en una sui géneris administrada por los mismos estudiantes. Era una delicia; allí viví mi mejor época de estudiante, en un cuarto inolvidable junto a un árbol de sauce. Había estudiantes de todas las regiones, de todas las tendencias, caracteres y gustos. Había, por supuesto, varios marihuaneros. Que eran, por cierto, los más queridos y con los que mejor se hablaba de política, de música, de cine y de literatura. Fumaban marihuana todos los días. Tanto que a veces se engañaban ellos mismos. Alguno decía: “Hace rato que no me trabo”. Otro le respondía: “Ve, yo tampoco, ¿por qué no armamos un bareto?”. Es cierto, ahí lo comprobé: no es fácil dejar la marihuana. Fumaban y fumaban con sus lindas nenas y yo incólume, con mis firmes convicciones de izquierda, culpabilizándolos un poco por mi simple negativa a probarla.
Hasta que un día –llevaba ya tres años viviendo en la residencia– me entró la curiosidad de probarla. ¿Por qué? No sé: por joder, por cambiar, por la curiosidad de tanto verla, por no seguir siendo un adalid de nada y mucho menos de la moral. Le pedí al más burro que consiguiera un bareto. Fumé –yo no fumaba ni siquiera cigarrillos– y me senté a esperar. Nada, no sentí nada. “Es la marihuana, no es buena”, sentenció el experto. A los tres días se apareció con un paquete: “Es punto rojo, la mejor, no falla”. Por si las dudas, y porque no sabía aspirar, fumé bastante. Sentí demasiado: sentí que el piso se movía; me quedé media hora pensando si bajaba las escaleras y una eternidad mirándome en el espejo del baño sorprendido de que “ése” fuera yo. Sensaciones amorfas, extrañas, poco agradables. ¿Cuál era la bulla? El burro, como un profesor paciente, me explicó: “Hay que aterrizar la traba. Usted no se puede trabar y esperar a ver qué pasa. Hay que trabarse y hacer algo: leer, ir a cine, escuchar música, hacer el amor”. Leer no pude; hacer el amor no tenía con quién; escuchar música no me pareció mejor que hacerlo con audífonos. Me quedaba el cine: qué maravilla. O mejor: “qué nota”. Sobre todo, los musicales: Dulce caridad y Fama. La marihuana exacerba los sentidos pero a mí me exacerbaba especialmente el de la vista. Y la paranoia: así como era placentero ver las películas, era igual de angustioso tomar el bus para ir al teatro, padecer la mirada acusatoria de cada uno de los pasajeros que me gritaban como en el poema de Barba Jacob: “¡Eres un marihuano, un perdido!”. No aguanté la paranoia; en la balanza, mayor que el gusto. No volví a trabarme para ir a cine. Entre tanto, la acogida que me dieron los marihuaneros de la residencia fue conmovedora. Al fin era uno de los suyos, un carnal, parte de la cofradía, de la familia entrañable.
Por esa época leía mucho psicoanálisis y estaba obsesionado con psicoanalizarme. Se me ocurrió que la marihuana podía ayudarme en ese propósito. Y vaya si me ayudó: entendí la enfermiza relación con mi madre. Me curé del asma, que es un amor quejoso. La perdoné y quedó en paz mi relación con ella. Pude verbalizar una palabra mágica que fue tan brutal como esclarecedora. Muchos años después lo pude decir mejor, con la sutileza y los matices que proporciona el lenguaje poético:
Edipo resuelto
Le habían dado en el reparto
La actuación más difícil
La más triste
La de la madre
Que debía amar a su hijo.
Nunca más volví a probar la marihuana. No me ha hecho falta.
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