jueves, 9 de diciembre de 2010

Genet y la razón de ser maldito

Jean Genet
El 19 de diciembre de 2010 se cumple un siglo del nacimiento del escritor francés Jean Genet en la Maternidad de París. Su madre, Gabrielle Genet, lo abandonó a los pocos meses de nacer y fue criado por la asistencia pública. De los ocho a los diez años se ocupó de él una familia de la región del Morvan, a la que Genet hizo la vida imposible con sus hurtos y rebeldías. Se había convertido ya en un ladrón y pasó su adolescencia en prisiones juveniles. Más adelante, recorrió media Europa como vagabundo y chapero: «Llevaba una carga tal de angustia que estaba seguro de que me pasaría toda la vida errante», escribe en su Diario del ladrón (1949), relato autobiográfico en el que evoca su conocimiento del mundo subterráneo de la abyección. Un libro que años después proporcionaría la clave literaria del componente rebelde, usurpador, subversivo o abiertamente delincuente de la adolescencia de Francisco Umbral , presente en tantos de sus libros. Ambos escritores tienen un punto de partida común: la soledad inconsolable del niño abandonado y la necesaria gestación de un personaje que responda al aislamiento social que les rodea.
Buena parte de Diario del ladrón transcurre en España («el país más descarnado de Europa»), donde Genet vivió entre 1932 y 1934, a un paso de la Guerra Civil. Barcelona fue una ciudad al parecer fundamental en su proceso de encanallamiento. En la mugre de aquel Barrio Chino que tanto encandilaba a los extranjeros, entre mendigos que cultivaban sus llagas porque les permitían conseguir algo de dinero, viejas prostitutas empapadas de sudor o de frío y homosexuales que solo conocían la degradación, el futuro escritor descubrió el orgullo que en realidad se precisa para mantenerse fuera del desprecio. Y quiso poseer la ciencia de aprovecharse de su miserable destino para transformarlo en una victoria. Cuanto más miserable era su modo de vida, más intensamente se desarrollaba en Genet el fulgor de la belleza del fracaso. Hasta el punto de querer rehabilitarlo como forma de arte. ¿Era el primero en hacerlo? Por supuesto que no.
Podría definirse el malditismo como aquella orientación ética y/o estética que se complace en el universo del mal como afirmación frente a una sociedad que margina al individuo y al que este, como contrapartida, no desea pertenecer. Hay muchas formas de malditismo, quizá tantas como culturas capaces de generarlo, pero algunas han quedado como peculiarmente típicas. Por ejemplo, la que a mediados del siglo XIX se gestó en torno a la exaltación del desenfreno, la vida bohemia y la genialidad ( Baudelaire, Villiers de l’Isle Adam, Rimbaud, Verlaine, Oscar Wilde, Alejandro Sawa).


Hasta la última gota de veneno
La razón de ser de estos poetas malditos no era la de estar por encima de las angustias de la vida (como Goethe), sino considerar que la vida es lo que es y el artista, más que cualquier otro, la asume hasta llegar a conocer las regiones más remotas y ásperas buscando realizarse a sí mismo, apurando la última gota de los venenos que le ofrece, «transformando de pronto el azul en delirios» (Rimbaud). El mérito radica en que supieron extraer de su posición una creación personal a la búsqueda de una verdad incómoda pero luminosa.
La segunda ola de malditismo se corresponde con los años cincuenta del pasado siglo, y lo cierto es que ya no ha dejado de estar presente en la mitómana cultura contemporánea. Jean Genet, Jack Kerouac, William Burroughs o Henry Miller, instalados en la ficción autobiográfica, se adelantaron a los nuevos caminos de la narrativa liberándose, cada uno a su modo, de una tradición literaria que les resultaba opresiva. Mitificaron sus vidas y las de sus amigos, y mostraron con orgullo la inevitabilidad del sufrimiento y la magia del vagabundaje que ya experimentara Baudelaire (y antes, la picaresca española, claro precedente de la literatura maldita).
Todos ahondaron en estados de conciencia desconocidos: «Escribo con el cien por cien de sinceridad personal, psíquica, social, etc., y estampo lo que siento sin ningún rubor, de cualquier manera, velozmente. A veces estoy tan inspirado que pierdo la noción de que estoy escribiendo», le dice Kerouac a Ginsberg sobre su forma de escribir En la carretera (1957). Tanto Kerouac como Genet, o antes Rimbaud, deciden vivir su vida en sentido inverso al de la sociedad, transformando la experiencia vital en obra de arte.


Leyendas urbanas
Estos y tantos otros escritores considerados como malditos ( Alejandra Pizarnik, Leopoldo María Panero, Miquel Bauçà, Pau Riba, Francisco Casavella) han quedado fácilmente atrapados en sus leyendas urbanas. Son tantas las anécdotas, los excesos (documentados o no), los incidentes, las historias, el culto rendido a las virtudes obscenas o pornográficas de sus obras, que todo ello ha deturpado su aportación: el hecho de que sus obras dialogan con los impulsos de los lectores, dándoles el vocabulario necesario para reimaginar su vida cotidiana de un modo mucho más visceral (eso hacen John Fante o Charles Bukowski ). Los escritores malditos han funcionado como alguien que se empeña en desclasificar los secretos del cuerpo y del alma humanos porque en su apuesta estética no tienen nada que perder. El activo del maldito es que los ha vivido intensamente y es capaz de expresarlos de una forma conmovedora. Y esa capacidad para hacer de vida y obra dos vasos comunicantes distingue a los verdaderos malditos de aquellos que de su estética solo cultivan la pose.
¿Hay lugar todavía para el malditismo? Porque la sobreexposición mediática que sufre nos hace pensar en una política empresarial que ha sabido alimentar en su propio beneficio la provechosa mitología rebelde, transformándola en un producto hipercodificado. Sin embargo, siempre quedará en pie la capacidad de algunos artistas para arrastrarnos hasta el extremo de un arco vital, allí donde la angustia y el arte se funden.
Tomado de Diario El País

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