El cine de terror no se entendería sin «Psicosis», una de las más célebres películas de Hitchcock –también de las más imitadas-. Ha sido exprimida hasta el último fotograma, pero no por eso deja de inquietarnos cada vez que la vemos. El filme, elevado ya a la categoría de clásico, cumple su primer medio siglo de vida. Alfred Hitchcock es un «tema» en sí mismo, y se ha escrito sobre él tanto como sobre el amor, la venganza, el miedo o los celos; y a su película más celebrada, Psicosis, se le han dedicado más horas de estudio y reflexión que a la sonrisa de la Gioconda. No hay plano, momento ni intención en Psicosis que no haya sido taladrado de mil modos y exprimido hasta la última gota de su ser. Consecuencia: no hay preguntas por responder en el interior de esta película, todo ha sido desmenuzado, paladeado, explicado y digerido, y acaso el único misterio que aún le quede dentro sea ése tan asombroso e inexplicable de que uno la vuelve a ver y lo desmenuzado toma un nuevo cuerpo, lo paladeado un nuevo sabor, lo explicado un nuevo sentido y lo digerido unos nuevos fermentos narrativos.
Todo en Psicosis es insólito, inaugural, arriesgado, desde ese elocuente plano inicial de toda la ciudad de Phoenix que emboca en una ventana y de allí a su interior, donde una pareja hace el amor a las tres menos diecisiete minutos de la tarde (¡cuánto dice de la relación clandestina de una pareja la hora en que se citan!), hasta el ingobernable hecho de que la estrella (Janet Leigh) muera al rato de comenzar la película en una ducha de un motel de carretera.
Nunca el cine había jugado de ese modo con el espectador: se le implica en la huida de la protagonista, que acaba de robar cuarenta mil dólares, se le ensimisma en la intriga de si la atrapan en mitad de su escapada, se le preocupa ante la idea de que ella, arrepentida, intentará volver para solucionar el desfalco... Y de repente, la tremenda escena de la ducha, el elemento purificador que sugiere su deseo de limpieza, de arrepentimiento, de vuelta a la ciudad para devolver el dinero y reparar su desfalco...; pero todo se va por el desagüe de esa ducha dejándole al sorprendido espectador la inexplicable sensación de que la película se le ha acabado ya, de que es un avión estrellado imposible de que remonte el vuelo. Pero Psicosis se inaugura de nuevo a partir de ahí; de hecho, es una película tan inaugural que lo inaugura todo, incluso ese axioma irrevocable de que el público intenta siempre anticiparse a lo que va a ocurrir. Es imposible ir un paso por delante de Psicosis.
Todo lo que ha aprendido el cine de terror en los cincuenta últimos años, está en esta película de Hitchcock: la sorpresa, la mirada torva, el susto, la alternancia de «simpatía» hacia los personajes (primero ella, y luego el tarado Norman Bates, la hermana, el policía...), el travestismo, la doble personalidad, el caserón... Incluso aprendió, el género de terror que se hizo a partir de entonces, algo que lo acabará matando: la recaída y las secuelas deleznables.
Y no es casual que Hitchcock hiciera esta película («Mi experiencia más apasionante como juego con el público», según le confesó años más tarde a Truffaut en el libro El cine según Hitchcock) justo después de Vértigo y Con la muerte en los talones, otros dos títulos esenciales de su filmografía que proyectaron su propio juego de equívocos sobre el esqueleto de la trama de Psicosis; es decir, que en Vértigo se subrayaba la idea de que la estrella (Kim Novak) moría pero «vivía», y en Con la muerte en los talones es el protagonista, Cary Grant, quien muere falsamente por el disparo de Eva Marie-Saint, lo que por lógica le lleva a uno a pensar que en Psicosis lo vuelve a hacer y que, tras el vacío del asesinato en la ducha, de algún modo se recuperará para la historia a la estrella, Janet Leigh.
No sólo tal cosa no ocurre, contraviniendo todas las leyes de Hollywood, sino que, además, Hitchcock aprovecha para darle «su merecido» a Vera Miles, en el papel de la hermana (y sustituta en la trama), relegada aquí a un personaje de recuelo, de apariencia vulgar y ya sin gas dentro del ánimo del espectador.
Ese «su merecido» era el pago que el maquiavélico Hitchcock le devolvía tras su «espantada» de Vértigo, pues, según él, le dejó plantado en esa película por la absurda circunstancia de que se quedó embarazada. Y aunque, luego, resultó que Kim Novak había nacido para ser la gélida Madeleine, el director nunca se lo perdonó a la que fue su estrella en Falso culpable.
De los miles de estudios y análisis que de Psicosis se han hecho a lo largo de estos cincuenta años, en los que, como ya digo, se ha desmenuzado hasta el más tenue e intrascendente de sus detalles, desde el sujetador de Janet Leigh en la primera escena hasta el aspecto del policía que la detiene en su fuga, siempre se teoriza y se despliega su efecto sobre la hipótesis de un espectador que la ve por primera vez, pero lo curioso, lo asombroso de esta película, es que lo enfermizo y mórbido de su argumento funciona con una intensidad aún mayor en las sucesivas veces que alguien se enfrenta a ella en una pantalla. O dicho de otro modo: la secuencia de la ducha (siete días de rodaje y setenta posiciones de cámara para lograr el zumo de cuarenta y cinco segundos de película) es inesperada la primera vez que se ve; es aguardada y angustiosa, la segunda; es aterradora, la tercera, y brillante y brutal a partir de ahí.Con lo cual, Hitchcock inauguraba con esta película también algo contradictorio: una historia de intriga que no depende exclusivamente de ella, que redobla su efecto tras ser revelada. No le resta ni impacto ni terror el hecho de conocer la identidad de la madre de Norman Bates, sino que convierte la trama en aún más tortuosa, más terrorífica, cuando se percibe el impulso patológico del personaje. Es decir, el sobresalto pasa a ser pavor, puro canguelo.
Lamentablemente para el séptimo arte, Psicosis se ha visto torpemente reproducida en secuelas sin vida, pero lo sugerente de verdad hubiera sido que alguien (y mejor que nadie, Hitchcock) reparara en las posibilidades de esa historia para hacer una segunda parte al estilo Coppola y El padrino, o sea, un sorprendente salto atrás para contarnos la vida, muerte y milagros de ese caserón –y de ese motel– cuando vivían en él una madre autoritaria y lacerante con un niño que disecaba búhos y hacía agujeros en la pared para mirar a los clientes. Y no vale el pastiche que en 1990 hizo Micke Garris con una caricatura de Anthony Perkins. De haber caído Hitchcock en ese detalle del salto atrás, Psicosis también hubiera inaugurado las precuelas.
Todo en Psicosis es insólito, inaugural, arriesgado, desde ese elocuente plano inicial de toda la ciudad de Phoenix que emboca en una ventana y de allí a su interior, donde una pareja hace el amor a las tres menos diecisiete minutos de la tarde (¡cuánto dice de la relación clandestina de una pareja la hora en que se citan!), hasta el ingobernable hecho de que la estrella (Janet Leigh) muera al rato de comenzar la película en una ducha de un motel de carretera.
Nunca el cine había jugado de ese modo con el espectador: se le implica en la huida de la protagonista, que acaba de robar cuarenta mil dólares, se le ensimisma en la intriga de si la atrapan en mitad de su escapada, se le preocupa ante la idea de que ella, arrepentida, intentará volver para solucionar el desfalco... Y de repente, la tremenda escena de la ducha, el elemento purificador que sugiere su deseo de limpieza, de arrepentimiento, de vuelta a la ciudad para devolver el dinero y reparar su desfalco...; pero todo se va por el desagüe de esa ducha dejándole al sorprendido espectador la inexplicable sensación de que la película se le ha acabado ya, de que es un avión estrellado imposible de que remonte el vuelo. Pero Psicosis se inaugura de nuevo a partir de ahí; de hecho, es una película tan inaugural que lo inaugura todo, incluso ese axioma irrevocable de que el público intenta siempre anticiparse a lo que va a ocurrir. Es imposible ir un paso por delante de Psicosis.
Todo lo que ha aprendido el cine de terror en los cincuenta últimos años, está en esta película de Hitchcock: la sorpresa, la mirada torva, el susto, la alternancia de «simpatía» hacia los personajes (primero ella, y luego el tarado Norman Bates, la hermana, el policía...), el travestismo, la doble personalidad, el caserón... Incluso aprendió, el género de terror que se hizo a partir de entonces, algo que lo acabará matando: la recaída y las secuelas deleznables.
Y no es casual que Hitchcock hiciera esta película («Mi experiencia más apasionante como juego con el público», según le confesó años más tarde a Truffaut en el libro El cine según Hitchcock) justo después de Vértigo y Con la muerte en los talones, otros dos títulos esenciales de su filmografía que proyectaron su propio juego de equívocos sobre el esqueleto de la trama de Psicosis; es decir, que en Vértigo se subrayaba la idea de que la estrella (Kim Novak) moría pero «vivía», y en Con la muerte en los talones es el protagonista, Cary Grant, quien muere falsamente por el disparo de Eva Marie-Saint, lo que por lógica le lleva a uno a pensar que en Psicosis lo vuelve a hacer y que, tras el vacío del asesinato en la ducha, de algún modo se recuperará para la historia a la estrella, Janet Leigh.
No sólo tal cosa no ocurre, contraviniendo todas las leyes de Hollywood, sino que, además, Hitchcock aprovecha para darle «su merecido» a Vera Miles, en el papel de la hermana (y sustituta en la trama), relegada aquí a un personaje de recuelo, de apariencia vulgar y ya sin gas dentro del ánimo del espectador.
Ese «su merecido» era el pago que el maquiavélico Hitchcock le devolvía tras su «espantada» de Vértigo, pues, según él, le dejó plantado en esa película por la absurda circunstancia de que se quedó embarazada. Y aunque, luego, resultó que Kim Novak había nacido para ser la gélida Madeleine, el director nunca se lo perdonó a la que fue su estrella en Falso culpable.
De los miles de estudios y análisis que de Psicosis se han hecho a lo largo de estos cincuenta años, en los que, como ya digo, se ha desmenuzado hasta el más tenue e intrascendente de sus detalles, desde el sujetador de Janet Leigh en la primera escena hasta el aspecto del policía que la detiene en su fuga, siempre se teoriza y se despliega su efecto sobre la hipótesis de un espectador que la ve por primera vez, pero lo curioso, lo asombroso de esta película, es que lo enfermizo y mórbido de su argumento funciona con una intensidad aún mayor en las sucesivas veces que alguien se enfrenta a ella en una pantalla. O dicho de otro modo: la secuencia de la ducha (siete días de rodaje y setenta posiciones de cámara para lograr el zumo de cuarenta y cinco segundos de película) es inesperada la primera vez que se ve; es aguardada y angustiosa, la segunda; es aterradora, la tercera, y brillante y brutal a partir de ahí.Con lo cual, Hitchcock inauguraba con esta película también algo contradictorio: una historia de intriga que no depende exclusivamente de ella, que redobla su efecto tras ser revelada. No le resta ni impacto ni terror el hecho de conocer la identidad de la madre de Norman Bates, sino que convierte la trama en aún más tortuosa, más terrorífica, cuando se percibe el impulso patológico del personaje. Es decir, el sobresalto pasa a ser pavor, puro canguelo.
Lamentablemente para el séptimo arte, Psicosis se ha visto torpemente reproducida en secuelas sin vida, pero lo sugerente de verdad hubiera sido que alguien (y mejor que nadie, Hitchcock) reparara en las posibilidades de esa historia para hacer una segunda parte al estilo Coppola y El padrino, o sea, un sorprendente salto atrás para contarnos la vida, muerte y milagros de ese caserón –y de ese motel– cuando vivían en él una madre autoritaria y lacerante con un niño que disecaba búhos y hacía agujeros en la pared para mirar a los clientes. Y no vale el pastiche que en 1990 hizo Micke Garris con una caricatura de Anthony Perkins. De haber caído Hitchcock en ese detalle del salto atrás, Psicosis también hubiera inaugurado las precuelas.
OTI RODRÍGUEZ
Tomado de: www.abc.es
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