Si uno se adentra en los libros del español Enrique Vila-Matas, decía Roberto Bolaño, es fácil notar que cuando habla una y otra vez de literatura, está hablando de todo lo demás: “De la vida y de la muerte y de todo lo que gira alrededor de ellas, de gente que vive y que un día deja de vivir, de aventureros y agónicos, de gente que lee y que un día deja de leer”.
Este escritor, ganador del Premio Rómulo Gallegos (2001) y merecedor del Premio Herralde de Novela 2002 con su obra El mal de Montano, ha hecho de poetas, editores y escritores los protagonistas de sus historias. Por su obra desfilan las más eruditas referencias de la literatura universal, como si en su casa (más bien en su memoria) habitara una biblioteca infinita. Y así, entre citas y guiños, el metatexto se ha convertido en el ADN de su escritura.
Vila-Matas escribe casi como un maníaco. Es gracias a sus más de 20 novelas que ha curado, por ejemplo, los acechos del suicidio: “Escribí sobre suicidas para no suicidarme, para quitarme de encima mi obsesión por ese movimiento de la muerte por mano propia”. Y cuando el alcohol, otra obsesión, pareció perseguirlo fue en el refugio silencioso del lápiz y el papel en donde encontró su cura. Sin embargo, son esos acechos vividos y superados los que han hecho tan desgarradores sus personajes, como si en los márgenes hubiera encontrado la verdadera pulsión para su literatura.
Ha dicho que la literatura le ha servido para curar sus obsesiones, ¿cómo cura y alivia la escritura?
Dije que la literatura me servía para curar —o mejor, agotar— obsesiones. Pero ahora, con mi nueva novela, Dublinesca, lo que digo es que soy muy partidario de las obsesiones, al menos en los artistas. Porque en el arte muchas veces lo que importa es precisamente eso, la obsesión desaforada, la presencia del maniático detrás de la obra.
Una entrevista no es el mejor lugar para confesarse, pero… ¿por qué tanta obsesión con la literatura?
Le confesaré algo, no hay problema. Cuando nadie me ve, la literatura me interesa menos de lo que parece.
Con ‘Bartleby y compañía’, (Anagrama, 2001) usted se enfrentó al miedo de no poder volver a escribir, de convertirse en uno de esos autores que después de su gran obra se vuelven presentadores de libros por encargo. ¿Por qué usa insistentemente la literatura como un obstáculo para su misma escritura?
Una vez me entrevistaron para la televisión venezolana y hacia el final de la hora que duró la entrevista, yo todo el rato estaba pensando que la pregunta que me hacían era la última y quizás por eso me esforzaba y daba una respuesta brillante y trascendente para el cierre. Así me pasé más de quince minutos, creyendo todo el rato que estaba ante la última pregunta y elevando sin darme cuenta, cada vez más, el nivel de profundidad y de veracidad de aquel eterno momento final… Bueno, debo decir que escribo mis novelas así normalmente, como en aquel cuarto de hora de Venezuela, y que eso es lo que me lleva seguramente a callejones sin salida. Mis libros siempre terminan con una página en la que parece que haya contestado a la “Última Pregunta”, así con mayúsculas. La última pregunta en una larga entrevista siempre lleva a una ingeniosa declaración de principios, parecida a la que podría ser un epitafio escrito por nosotros mismos sobre nuestra tumba; un epitafio en el que uno queda retratado. Yo escribo novelas como si fueran epitafios.
Cuando se enfrentó en esta novela a figuras que abandonaron la escritura como Rulfo, Arthur Rimbaud y Salinger, ¿se le revelaron los misterios de ese acto?
Sí, pero años después de escribir el libro. En 2006 dejé el alcohol y sentí que entraba en un bache, pero acabó ocurriendo lo contrario. Estaba acostumbrado a escribir con la euforia de las resacas, con la sensación de volver a la vida que me proporcionaba la resaca. Pero al dejar de beber descubrí un sistema nuevo, que es el que he utilizado, a pleno rendimiento, para escribir Dublinesca. Veamos si sé explicarlo… Imagino que tengo resaca y escribo como si tuviera dolor de cabeza y confusión, hago un borrador extenuante y “alcohólico”. Luego dejo que ese borrador, como si fuera una pintura, se seque. Y vuelvo al cabo de unas horas para ordenarlo todo. Tengo allí, al completo, el material deslavazado de la resaca, pero curiosamente no falta nada, salvo corregir, ordenar, dar sentido, quitárselo a continuación para darle un segundo sentido, más profundo e inesperado.
Tomado de: elespectador.com
Este escritor, ganador del Premio Rómulo Gallegos (2001) y merecedor del Premio Herralde de Novela 2002 con su obra El mal de Montano, ha hecho de poetas, editores y escritores los protagonistas de sus historias. Por su obra desfilan las más eruditas referencias de la literatura universal, como si en su casa (más bien en su memoria) habitara una biblioteca infinita. Y así, entre citas y guiños, el metatexto se ha convertido en el ADN de su escritura.
Vila-Matas escribe casi como un maníaco. Es gracias a sus más de 20 novelas que ha curado, por ejemplo, los acechos del suicidio: “Escribí sobre suicidas para no suicidarme, para quitarme de encima mi obsesión por ese movimiento de la muerte por mano propia”. Y cuando el alcohol, otra obsesión, pareció perseguirlo fue en el refugio silencioso del lápiz y el papel en donde encontró su cura. Sin embargo, son esos acechos vividos y superados los que han hecho tan desgarradores sus personajes, como si en los márgenes hubiera encontrado la verdadera pulsión para su literatura.
Ha dicho que la literatura le ha servido para curar sus obsesiones, ¿cómo cura y alivia la escritura?
Dije que la literatura me servía para curar —o mejor, agotar— obsesiones. Pero ahora, con mi nueva novela, Dublinesca, lo que digo es que soy muy partidario de las obsesiones, al menos en los artistas. Porque en el arte muchas veces lo que importa es precisamente eso, la obsesión desaforada, la presencia del maniático detrás de la obra.
Una entrevista no es el mejor lugar para confesarse, pero… ¿por qué tanta obsesión con la literatura?
Le confesaré algo, no hay problema. Cuando nadie me ve, la literatura me interesa menos de lo que parece.
Con ‘Bartleby y compañía’, (Anagrama, 2001) usted se enfrentó al miedo de no poder volver a escribir, de convertirse en uno de esos autores que después de su gran obra se vuelven presentadores de libros por encargo. ¿Por qué usa insistentemente la literatura como un obstáculo para su misma escritura?
Una vez me entrevistaron para la televisión venezolana y hacia el final de la hora que duró la entrevista, yo todo el rato estaba pensando que la pregunta que me hacían era la última y quizás por eso me esforzaba y daba una respuesta brillante y trascendente para el cierre. Así me pasé más de quince minutos, creyendo todo el rato que estaba ante la última pregunta y elevando sin darme cuenta, cada vez más, el nivel de profundidad y de veracidad de aquel eterno momento final… Bueno, debo decir que escribo mis novelas así normalmente, como en aquel cuarto de hora de Venezuela, y que eso es lo que me lleva seguramente a callejones sin salida. Mis libros siempre terminan con una página en la que parece que haya contestado a la “Última Pregunta”, así con mayúsculas. La última pregunta en una larga entrevista siempre lleva a una ingeniosa declaración de principios, parecida a la que podría ser un epitafio escrito por nosotros mismos sobre nuestra tumba; un epitafio en el que uno queda retratado. Yo escribo novelas como si fueran epitafios.
Cuando se enfrentó en esta novela a figuras que abandonaron la escritura como Rulfo, Arthur Rimbaud y Salinger, ¿se le revelaron los misterios de ese acto?
Sí, pero años después de escribir el libro. En 2006 dejé el alcohol y sentí que entraba en un bache, pero acabó ocurriendo lo contrario. Estaba acostumbrado a escribir con la euforia de las resacas, con la sensación de volver a la vida que me proporcionaba la resaca. Pero al dejar de beber descubrí un sistema nuevo, que es el que he utilizado, a pleno rendimiento, para escribir Dublinesca. Veamos si sé explicarlo… Imagino que tengo resaca y escribo como si tuviera dolor de cabeza y confusión, hago un borrador extenuante y “alcohólico”. Luego dejo que ese borrador, como si fuera una pintura, se seque. Y vuelvo al cabo de unas horas para ordenarlo todo. Tengo allí, al completo, el material deslavazado de la resaca, pero curiosamente no falta nada, salvo corregir, ordenar, dar sentido, quitárselo a continuación para darle un segundo sentido, más profundo e inesperado.
Tomado de: elespectador.com
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