domingo, 27 de junio de 2010

“Escribo novelas como si fueran epitafios”

Enrique Vila-Matas. Foto EFE

Si uno se adentra en los libros del español Enrique Vila-Matas, decía Roberto Bolaño, es fácil notar que cuando habla una y otra vez de literatura, está hablando de todo lo demás: “De la vida y de la muerte y de todo lo que gira alrededor de ellas, de gente que vive y que un día deja de vivir, de aventureros y agónicos, de gente que lee y que un día deja de leer”.

Este escritor, ganador del Premio Rómulo Gallegos (2001) y merecedor del Premio Herralde de Novela 2002 con su obra El mal de Montano, ha hecho de poetas, editores y escritores los protagonistas de sus historias. Por su obra desfilan las más eruditas referencias de la literatura universal, como si en su casa (más bien en su memoria) habitara una biblioteca infinita. Y así, entre citas y guiños, el metatexto se ha convertido en el ADN de su escritura.

Vila-Matas escribe casi como un maníaco. Es gracias a sus más de 20 novelas que ha curado, por ejemplo, los acechos del suicidio: “Escribí sobre suicidas para no suicidarme, para quitarme de encima mi obsesión por ese movimiento de la muerte por mano propia”. Y cuando el alcohol, otra obsesión, pareció perseguirlo fue en el refugio silencioso del lápiz y el papel en donde encontró su cura. Sin embargo, son esos acechos vividos y superados los que han hecho tan desgarradores sus personajes, como si en los márgenes hubiera encontrado la verdadera pulsión para su literatura.

Ha dicho que la literatura le ha servido para curar sus obsesiones, ¿cómo cura y alivia la escritura?

Dije que la literatura me servía para curar —o mejor, agotar— obsesiones. Pero ahora, con mi nueva novela, Dublinesca, lo que digo es que soy muy partidario de las obsesiones, al menos en los artistas. Porque en el arte muchas veces lo que importa es precisamente eso, la obsesión desaforada, la presencia del maniático detrás de la obra.

Una entrevista no es el mejor lugar para confesarse, pero… ¿por qué tanta obsesión con la literatura?

Le confesaré algo, no hay problema. Cuando nadie me ve, la literatura me interesa menos de lo que parece.

Con ‘Bartleby y compañía’, (Anagrama, 2001) usted se enfrentó al miedo de no poder volver a escribir, de convertirse en uno de esos autores que después de su gran obra se vuelven presentadores de libros por encargo. ¿Por qué usa insistentemente la literatura como un obstáculo para su misma escritura?

Una vez me entrevistaron para la televisión venezolana y hacia el final de la hora que duró la entrevista, yo todo el rato estaba pensando que la pregunta que me hacían era la última y quizás por eso me esforzaba y daba una respuesta brillante y trascendente para el cierre. Así me pasé más de quince minutos, creyendo todo el rato que estaba ante la última pregunta y elevando sin darme cuenta, cada vez más, el nivel de profundidad y de veracidad de aquel eterno momento final… Bueno, debo decir que escribo mis novelas así normalmente, como en aquel cuarto de hora de Venezuela, y que eso es lo que me lleva seguramente a callejones sin salida. Mis libros siempre terminan con una página en la que parece que haya contestado a la “Última Pregunta”, así con mayúsculas. La última pregunta en una larga entrevista siempre lleva a una ingeniosa declaración de principios, parecida a la que podría ser un epitafio escrito por nosotros mismos sobre nuestra tumba; un epitafio en el que uno queda retratado. Yo escribo novelas como si fueran epitafios.

Cuando se enfrentó en esta novela a figuras que abandonaron la escritura como Rulfo, Arthur Rimbaud y Salinger, ¿se le revelaron los misterios de ese acto?

Sí, pero años después de escribir el libro. En 2006 dejé el alcohol y sentí que entraba en un bache, pero acabó ocurriendo lo contrario. Estaba acostumbrado a escribir con la euforia de las resacas, con la sensación de volver a la vida que me proporcionaba la resaca. Pero al dejar de beber descubrí un sistema nuevo, que es el que he utilizado, a pleno rendimiento, para escribir Dublinesca. Veamos si sé explicarlo… Imagino que tengo resaca y escribo como si tuviera dolor de cabeza y confusión, hago un borrador extenuante y “alcohólico”. Luego dejo que ese borrador, como si fuera una pintura, se seque. Y vuelvo al cabo de unas horas para ordenarlo todo. Tengo allí, al completo, el material deslavazado de la resaca, pero curiosamente no falta nada, salvo corregir, ordenar, dar sentido, quitárselo a continuación para darle un segundo sentido, más profundo e inesperado.

Tomado de: elespectador.com

viernes, 18 de junio de 2010

"Estaremos extrañamente conectados a la bondad del mundo"


José Saramago
Este día realmente ha sido un mal día, a pesar de amanecer con cierta alegría anormal en mí, en la oficina tuve un altercado con el jefe -qué rabia dan a veces estos tipos-, una invitación a almorzar cancelada y por si fuera poco un tarado le dio un golpe -leve- a mi vehículo en la parte de atrás (la cosa es que son las 4.17 pm y no sé qué más puede pasar, me preocupa), pero lo realmente trágico de este día es enterarme de la triste noticia de la muerte del gran escritor portugués José Saramago. A continuación para ustedes -lectores saramagos-, una nota tomada de Diario El País de España.

"Dios es el silencio del universo, y el ser humano el grito que da sentido a ese silencio". Saramago.
En las últimas semanas José Saramago hablaba apenas, pero reía, seguía riendo. Pilar del Río, su mujer, con la que convivió más de 20 años, le seguía preparando cenas y desayunos, y aunque ya parecía que la comida era de otro mundo o de otras necesidades, él estaba en todos los ritos que esta andaluza preparaba para que él siguiera anudado al hilo de la supervivencia.
Estaba y no estaba, pero reía. Hoy por la mañana amaneció mejor, como si resurgiera, y departió con Pilar, con el médico, como si se despidiera una a una de la vida y de las personas que le acompañaron hasta el final. A veces -ocurrió cuando estuvimos por última vez con ellos, hace una semana, en su casa de Tías, Lanzarote- escuchaba solo música; pero estos días Saramago escuchaba en silencio y entre risas los programas de humor de la televisión.
Tenía el semblante sereno, como si viniera de una larga lucha; pero ya los médicos habían abandonado la esperanza de lo que él mismo llamó su resurrección, ocurrida a finales de 2007, cuando la Fundación César Manrique organizó una exposición magna sobre su vida y sobre sus sueños. La construcción de los sueños.
Gravemente enfermo, Saramago parecía despedirse ya de la vida. Pero en la primavera siguiente volvió José a retomar unos bríos que no venían sólo de la sangre renovada, sino de la dedicación eficaz de sus médicos y, sin duda, él lo dijo en este periódico, de la fuerza increíble de Pilar del Río. La fuerza con la que regresó a la vida le dio aún para dos libros más, El viaje del elefante y Caín, una especie de cuento largo que convirtió en leyenda y un diálogo raro sobre el extraño caso del hombre malo al que él quiso convertir en el bueno de la historia. En cierto modo, hasta en esa obra de la resurrección Saramago fue como era: paradójico, melancólico y sobrio, como un Quijote de Portugal que no se asombraba de nada porque ya vino del asombro.
Lanzarote le dio mucha felicidad, desde que Pilar lo llevó allí por vez primera, en 1993, un año después de que muriera allí un héroe cuya estela él contribuyó a prolongar, César Manrique, otro Quijote, en este caso insular, que había abrazado causas que fueron siempre familiares para Saramago: el respeto a los hombres y a la tierra, la lucha contra la injusticia de los hombres contra los hombres. De manera intermitente, vivió en Lanzarote (donde se curó de un desengaño, el que le produjo su país cuando le impidió concursar a un premio internacional con su El evangelio según Jesucristo) y siguió viviendo en Lisboa, en cuya casa que amó tanto guardaba lo más central de su corazón: el amor a los otros, y el amor a sus antepasados. Su abuelo, analfabeto, le enseñó a amar a los hombres y a la tierra, y a él dedicó, en un discurso memorable, el Premio Nobel que su literatura mereció en 1998.
Y en Lisboa -adonde llegarán mañana sábado sus restos en un avión C-130 de la Fuerza Aérea portuguesa, cuyo Gobierno ha declarado mañana y pasado luto nacional- será incinerado el domingo José Saramago, cuyo carácter portugués y quijotesco le aupó a la grupa de todas las causas civiles de su tiempo; comunista convencido, periodista contra la dictadura y a favor del cambio de los claveles en Portugal, fue en todos los países que visitó (desde México a Brasil, desde España a Israel o Palestina) un firme defensor de los derechos humanos, contra las guerras (la de Irak, en los últimos años), contra el avasallamiento (de Israel sobre Palestina), a favor de personas (como Baltasar Garzón) acosadas por defender lo que él defendió, la memoria civil de los perdedores.
Todo se lo tomó con filosofía espartana, como si el honor o la gloria fueran pelusa en la chaqueta. Supo que había ganado el Nobel por una azafata de Fráncfort, cuando ya dejaba la Feria del Libro. Entonces se sintió solo, "a mi alrededor no había nada, nadie, nada, nadie, nada", y empezó a caminar sin rumbo, hasta que se encontró con su editora, Isabel de Polanco, a quien le dio la noticia. Ese abrazo de los dos, distintivo de la relación que mantuvieron, adquiere ahora el aroma triste de la melancolía, porque los dos protagonistas de esa hermosa escena están muertos.
Hace una semana, Pilar del Río nos dijo a Francisco Cuadrado, su editor en Santillana, y a este corresponsal, que su marido se había levantado una de esas mañanas con ganas, otra vez, de escribir, de retomar el hilo de una de sus historias, en las que estaba enfrascado cuando la gravedad de su estado hizo que perdiera la voz pero no la risa. Pilar le aconsejó que esperara, y ella misma esperaba que el milagro de dos años antes amaneciera otra vez en el escenario discreto de la vida de Saramago, que volviera otra vez el autor de Las intermitencias de la muerte a ocupar el sitio preferido de la casa, la biblioteca de la Fundación. Pero ya sólo le animaban las bromas de Pilar, la persistencia de ella en continuar los hábitos cotidianos, el pan con aceite, las verduras, el bacalao portugués, la vida viva que Saramago siempre quiso. La misma Pilar que ha leído hoy, ante el féretro del escritor, un fragmento de su libro El evangelio según Jesucristo y la que ha puesto bajo la cabeza de su marido un paño bordado con la frase "Estaremos extrañamente conectados a la bondad del mundo", que envió un lector desde Argentina.
Ya había poco que decir, tras tanto sueño y tanta escritura. Le fuimos a ver donde esperaba las imágenes de la tele y el sueño que ya se interrumpía poco. Le dijimos hasta mañana, y él dijo, acariciándonos con sus manos ya transparentes: "Até a amanhá".

Tomado de Diario El País

miércoles, 9 de junio de 2010

Maalouf: "Es interesante contar la historia desde el lado de los perdedores"

El escritor franco libanés Amin Maalouf fue galardonado con el Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2010.

Amin Maalouf, premio Príncipe de Asturias de las Letras 2010, es un "optimista inquieto" al que le interesa "contar la historia desde el lado de los perdedores" con el convencimiento de que la realidad no es inmutable y de que basta con imaginar el mundo de otra manera para reinventarlo.
"Intento comprender la realidad sinceramente, sin ponerme orejeras para escuchar sólo lo que quiero oír. Una vez que hago el diagnóstico me digo que la realidad no es inmutable y que hay que transformarla, imaginar el mundo de otra manera y eventualmente reinventarlo", explica el literato en una entrevista con Efe.
Es el optimismo de un artista marcado por la guerra, que le llevó a cambiar su Beirut natal (1949) por París, ciudad en la que se instaló en 1976 y donde trabajó como corresponsal para la prensa árabe hasta que el periodista fue dejando paso al escritor que en el que se ha convertido. "Para mí trabajar es escribir, desde que era niño. Vengo de un entorno en el que se escribía", dice Maalouf en el salón de su casa, en un clásico apartamento de un barrio residencial parisino, impregnado de olor a incienso y alfombras árabes, un soñador, que nunca para de "construir historias".
"A veces es incluso peligroso porque cuando empecé a conducir, podía perderme tanto en mis pensamientos que provocaba accidentes", recuerda Maalouf, autor de "León, el africano" o "Samarkanda".
Con el tiempo ha aprendido a contenerse. Si le surge una idea al volante, la vuelca en la pequeña libreta que lleva en el bolsillo y luego la transcribe con su ordenador.
Escribe temprano, cuando se siente más lúcido. A veces en su despacho, donde duerme enroscado un enorme gato al que Maalouf llama su "mejor asistente literario". Otras veces, encerrado en la casa que tiene en una pequeña isla al oeste de Francia, se levanta al amanecer y teclea hasta el medio día. Luego pasea o se entretiene en lecturas que no tengan nada que ver con su proceso creativo.
En su cabeza siempre está presente el convulso mundo en el que vive y que le lleva a centrarse en sus textos para buscar soluciones, dice un artista influenciado Leon Tolstoi, Thomas Mann, Stefan Zweig, Cicerón o Mark Twain.
Reflexivo y buen conversador, cree que "si hubiera mucha gente de buena voluntad, que intentase hablarse y comprenderse y no permanecer encerrados en una visión estrecha, las cosas irían mejor".
La literatura "puede ser una herramienta de paz porque puede imaginar un mundo diferente. Tenemos que reinventar el mundo. La literatura tiene la obligación de hacerlo, en todas las lenguas", asegura alguien que cree plenamente en que conocer la cultura y la literatura de otros pueblos allana el camino para la convivencia.
"Podemos imaginar perfectamente una solución donde todos los pueblos de la región, los israelíes, los palestinos y los de alrededor sean ganadores. Todo el mundo puede ser ganador, tener paz, prosperidad, seguridad...mucha gente cree en ello", asegura.
Así se expresa alguien que entiende que el mundo se "ha ido envenenando" en décadas de un conflicto que exacerba la tensión en el mundo, pero que cree que la paz es posible.
"Si me hubiera hecho esa pregunta hace dos años, le habría dicho que no. Si me pregunta dentro de dos años, quizá le diga que tampoco. Hoy tengo el sentimiento de que hay una perspectiva. No me atrevo a decir cuál es el porcentaje de posibilidades que le daría a la paz, pero es posible", afirma.
"Vivimos en un mundo en el que la gente se acuchilla sin conocerse. Necesitamos conocernos mucho más. Cuando conocemos la literatura de otros, no podemos seguir mirando a ese pueblo de la misma manera", reflexiona un escritor que creció en un entorno árabe-musulmán y que se educó en un colegio jesuita donde aprendió francés, el idioma en el que escribe.
Habla la voz de la experiencia de un apasionado por la historia que viene de una región "que ha conocido grandes momentos de gloria pero que actualmente atraviesa momentos difíciles".
La historia "nos da a la vez ejemplos de tolerancia y de intolerancia. Podemos encontrar ejemplos que nos muestran que la gente no puede vivir conjuntamente. Pero podemos encontrar ejemplos de lo contrario", analiza Maalouf, un pensador que en el diagnóstico intenta ser realista, pero optimista en la práctica.

Por Javier Albisu
Tomado de: Revista Arcadia


viernes, 4 de junio de 2010

«Psicosis», 50 años: la escuela del cine de terror

Alfred Hitchcock

El cine de terror no se entendería sin «Psicosis», una de las más célebres películas de Hitchcock –también de las más imitadas-. Ha sido exprimida hasta el último fotograma, pero no por eso deja de inquietarnos cada vez que la vemos. El filme, elevado ya a la categoría de clásico, cumple su primer medio siglo de vida. Alfred Hitchcock es un «tema» en sí mismo, y se ha escrito sobre él tanto como sobre el amor, la venganza, el miedo o los celos; y a su película más celebrada, Psicosis, se le han dedicado más horas de estudio y reflexión que a la sonrisa de la Gioconda. No hay plano, momento ni intención en Psicosis que no haya sido taladrado de mil modos y exprimido hasta la última gota de su ser. Consecuencia: no hay preguntas por responder en el interior de esta película, todo ha sido desmenuzado, paladeado, explicado y digerido, y acaso el único misterio que aún le quede dentro sea ése tan asombroso e inexplicable de que uno la vuelve a ver y lo desmenuzado toma un nuevo cuerpo, lo paladeado un nuevo sabor, lo explicado un nuevo sentido y lo digerido unos nuevos fermentos narrativos.
Todo en Psicosis es insólito, inaugural, arriesgado, desde ese elocuente plano inicial de toda la ciudad de Phoenix que emboca en una ventana y de allí a su interior, donde una pareja hace el amor a las tres menos diecisiete minutos de la tarde (¡cuánto dice de la relación clandestina de una pareja la hora en que se citan!), hasta el ingobernable hecho de que la estrella (Janet Leigh) muera al rato de comenzar la película en una ducha de un motel de carretera.
Nunca el cine había jugado de ese modo con el espectador: se le implica en la huida de la protagonista, que acaba de robar cuarenta mil dólares, se le ensimisma en la intriga de si la atrapan en mitad de su escapada, se le preocupa ante la idea de que ella, arrepentida, intentará volver para solucionar el desfalco... Y de repente, la tremenda escena de la ducha, el elemento purificador que sugiere su deseo de limpieza, de arrepentimiento, de vuelta a la ciudad para devolver el dinero y reparar su desfalco...; pero todo se va por el desagüe de esa ducha dejándole al sorprendido espectador la inexplicable sensación de que la película se le ha acabado ya, de que es un avión estrellado imposible de que remonte el vuelo. Pero Psicosis se inaugura de nuevo a partir de ahí; de hecho, es una película tan inaugural que lo inaugura todo, incluso ese axioma irrevocable de que el público intenta siempre anticiparse a lo que va a ocurrir. Es imposible ir un paso por delante de Psicosis.
Todo lo que ha aprendido el cine de terror en los cincuenta últimos años, está en esta película de Hitchcock: la sorpresa, la mirada torva, el susto, la alternancia de «simpatía» hacia los personajes (primero ella, y luego el tarado Norman Bates, la hermana, el policía...), el travestismo, la doble personalidad, el caserón... Incluso aprendió, el género de terror que se hizo a partir de entonces, algo que lo acabará matando: la recaída y las secuelas deleznables.
Y no es casual que Hitchcock hiciera esta película («Mi experiencia más apasionante como juego con el público», según le confesó años más tarde a Truffaut en el libro El cine según Hitchcock) justo después de Vértigo y Con la muerte en los talones, otros dos títulos esenciales de su filmografía que proyectaron su propio juego de equívocos sobre el esqueleto de la trama de Psicosis; es decir, que en Vértigo se subrayaba la idea de que la estrella (Kim Novak) moría pero «vivía», y en Con la muerte en los talones es el protagonista, Cary Grant, quien muere falsamente por el disparo de Eva Marie-Saint, lo que por lógica le lleva a uno a pensar que en Psicosis lo vuelve a hacer y que, tras el vacío del asesinato en la ducha, de algún modo se recuperará para la historia a la estrella, Janet Leigh.
No sólo tal cosa no ocurre, contraviniendo todas las leyes de Hollywood, sino que, además, Hitchcock aprovecha para darle «su merecido» a Vera Miles, en el papel de la hermana (y sustituta en la trama), relegada aquí a un personaje de recuelo, de apariencia vulgar y ya sin gas dentro del ánimo del espectador.
Ese «su merecido» era el pago que el maquiavélico Hitchcock le devolvía tras su «espantada» de Vértigo, pues, según él, le dejó plantado en esa película por la absurda circunstancia de que se quedó embarazada. Y aunque, luego, resultó que Kim Novak había nacido para ser la gélida Madeleine, el director nunca se lo perdonó a la que fue su estrella en Falso culpable.
De los miles de estudios y análisis que de Psicosis se han hecho a lo largo de estos cincuenta años, en los que, como ya digo, se ha desmenuzado hasta el más tenue e intrascendente de sus detalles, desde el sujetador de Janet Leigh en la primera escena hasta el aspecto del policía que la detiene en su fuga, siempre se teoriza y se despliega su efecto sobre la hipótesis de un espectador que la ve por primera vez, pero lo curioso, lo asombroso de esta película, es que lo enfermizo y mórbido de su argumento funciona con una intensidad aún mayor en las sucesivas veces que alguien se enfrenta a ella en una pantalla. O dicho de otro modo: la secuencia de la ducha (siete días de rodaje y setenta posiciones de cámara para lograr el zumo de cuarenta y cinco segundos de película) es inesperada la primera vez que se ve; es aguardada y angustiosa, la segunda; es aterradora, la tercera, y brillante y brutal a partir de ahí.Con lo cual, Hitchcock inauguraba con esta película también algo contradictorio: una historia de intriga que no depende exclusivamente de ella, que redobla su efecto tras ser revelada. No le resta ni impacto ni terror el hecho de conocer la identidad de la madre de Norman Bates, sino que convierte la trama en aún más tortuosa, más terrorífica, cuando se percibe el impulso patológico del personaje. Es decir, el sobresalto pasa a ser pavor, puro canguelo.
Lamentablemente para el séptimo arte, Psicosis se ha visto torpemente reproducida en secuelas sin vida, pero lo sugerente de verdad hubiera sido que alguien (y mejor que nadie, Hitchcock) reparara en las posibilidades de esa historia para hacer una segunda parte al estilo Coppola y El padrino, o sea, un sorprendente salto atrás para contarnos la vida, muerte y milagros de ese caserón –y de ese motel– cuando vivían en él una madre autoritaria y lacerante con un niño que disecaba búhos y hacía agujeros en la pared para mirar a los clientes. Y no vale el pastiche que en 1990 hizo Micke Garris con una caricatura de Anthony Perkins. De haber caído Hitchcock en ese detalle del salto atrás, Psicosis también hubiera inaugurado las precuelas.


OTI RODRÍGUEZ
Tomado de: www.abc.es