Por: Juan Pablo Bertazza
El leitmotiv de la literatura de Le Clézio es también una gran contradicción: la vida y/o la escritura o viceversa. Un dilema, un estrecho callejón tan inherente a los escritores que serviría para hacer la caracterización de buena parte de la historia de la literatura. Una contradicción –esa de vivir a través de los libros pero, a la vez, reconocer que para escribir es necesario vivir– que Le Clézio se encarga de poner en cuestión y dar vuelta para finalmente volver a rendirse ante ella, como si la llevara a un extremo tal de complejidad que resulta imposible evitar un dolor de cabeza. Lo paradójico, en todo caso, es cómo un hombre que reniega tanto de la figura estereotipada del escritor sesudo, corporativo y libresco, logre imponer con su estampa una idea tan cabal y genuina de escritor.
¿Cuáles son las virtudes indispensables que debe tener un escritor?
–Es muy fácil decirlo y muy difícil ponerlo en práctica: buena memoria y capacidad para escuchar a los otros.
¿Qué escritores influyeron más en tu obra?
–Bueno, cuando tenía veintipocos mi autor preferido era Salinger,especialmente 'El guardián entre el centeno' porque es increíble cómo él, a los treinta años, entró en la piel de un adolescente de quince, es algo mágico. Estaba tan apasionado con Salinger que me inicié en el boxeo porque mi partenaire se parecía mucho a él, por lo menos en comparación con los pocos retratos que vi. Además, empecé a boxear porque Salinger quería golpear a Hemingway que también era boxeador. A mí tampoco me gusta Hemingway. Más adelante en el tiempo, justamente en la época del Nouveau Roman, había para mí una oposición total entre Salinger y casi toda la literatura estadounidense y lo que se hacía en Francia, Alemania, Italia y España, que era herencia de Joyce pero sin el humor de Joyce, que es igual que Kafka: cáustico, agresivo y brillante; todas cosas que la nueva novela nunca tuvo. Es gracioso porque muchos dicen que el Nouveau Roman fue una gran influencia para mí, pero la verdad es que su literatura siempre me pareció pesada y difícil de leer. Es para universitarios, especialistas, con texto, contratexto, intertexto, todas esas cosas. Salinger, en cambio, era un hombre vivo. El vivía, probablemente, como yo a través de sus escritos, pero vivía, y además lo quería golpear a Hemingway… (risas).
Digamos que, en tu literatura, cambiás todo eso que decís que tenía el Nouveau Roman por los collages, cuando incluís fotos y mapas…
–Sí, claro, es el gusto por los libros con ilustraciones. Me gusta la tipografía, me gusta todo lo que se puede encerrar en ese cubículo, no únicamente palabras. Alguna vez me gustaría poner hierbas, colores fosforescentes y hojas, como los diarios íntimos de las señoritas de antes.
Y en cuanto a la influencia latinoamericana en tu literatura…
–Iba a eso. Por último, y tarde, me llegó la influencia de la novela rusa y de la literatura de América Latina, sobre todo de Rulfo.
Tu última novela, Urania, tiene varias coincidencias con el realismo mágico…
–Sí, el lugar está muy cerca de donde vivió Rulfo, el geógrafo de la novela está a solo 100 km de ahí cuando, en autobús, pasa por todos los lugares que desarrolla Pedro Páramo. La verdad es que no fue casualidad, es una especie de rendición de cuentas o, quiero decir, de homenaje, pero esa palabra también me resulta demasiado seria. Mi intención fue que esa coincidencia con el realismo mágico fuera múltiple: geográfica, histórica y estética.
La última: ¿qué libros tuyos recomendarías para leer?
–Los tres últimos –Révolutions (2003), El africano (editado encastellano por Adriana Hidalgo en el 2004), Urania (editado por El Cuenco de Plata en el 2005)– o el próximo, porque me interesa más lo que voy a hacer que lo que ya hice. Se va a llamar Hambre, habla de la guerra, de mí mismo.
Fragmento de "Urania". (El Cuenco de Plata, 2007)
"Era la guerra. Aparte de mi abuelo Julien, no había ningún hombre en casa. Mi madre era una mujer de cabellos muy negros, la piel del color del ámbar, unos ojos grandes bordeados de pestañas que parecían un dibujo al carbón. Ella pasaba mucho tiempo al sol, me acuerdo de la piel de sus piernas, brillante sobre las tibias, por las que me gustaba deslizar los dedos.No teníamos gran cosa que comer. Las noticias que nos llegaban eran muy alarmantes. Sin embargo, conservo de mi madre en aquella época el recuerdo de una mujer alegre y despreocupada, que tocaba melodías en la guitarra y cantaba. Le gustaba leer también, y es de ella de quien he heredado la convicción de que la realidad es un secreto, de que es soñando como se está cerca del mundo. Mi abuela paterna era muy distinta. Era una mujer del norte, de los alrededores de Compiègne o de Amiens, de un largo linaje de campesinos cerrados y autoritarios. Se llamaba Germaine Bailet, y ese nombre contenía todo lo que ella era, avara, terca, voluntariosa. Era muy joven cuando se casó con mi abuelo, un hombre de otra época, un ex profesor de geografía que había dimitido para consagrarse al estudio del espiritismo. Se aislaba en su escritorio a fumar cigarrillo tras cigarrillo de tabaco negro, leyendo a Swedenborg. Jamás hablaba de eso. Salvo una vez, cuando al verme leer una novela de Stevenson había dicho en un todo definitivo: "Harías mejor en leer tu Biblia". Su contribución a mi crianza se detuvo allí. Mi madre tenía un nombre único. Un nombre dulce y ligero, que evocaba su isla, y que se llevaba bien con su risa, sus canciones y su guitarra. Se llamaba Rosalba. La guerra, es cuando se tiene hambre y frío. ¿Siempre hace más frío mientras duran las guerras? Mi abuela Germaine sostenía que las dos guerras que ella había conocido, la primera, la "Grande", y la otra, la "cochina guerra", habían estado marcadas las dos por veranos tórridos, seguidos de inviernos de espanto. Ella contaba que en el verano de 1914, en su pueblo, las alondras cantaban: "¡Este estío, este estío!" Y no fue hasta el día en que fijaron los carteles con la orden de movilización, a mediados de agosto, que los campesinos comprendieron. Mi abuela no había hablado de pájaros que cantaran en el verano de 1939. Pero contaba que mi padre había partido en medio de una tormenta. Había besado a su mujer y a su hijo, se había alzado el cuello bajo la lluvia, y no había regresado jamás. En la montaña hacía frío a partir de octubre. Llovía todas las noches. Los arroyos corrían por el centro de las calles, haciendo una música triste. Había cuervos en los campos de papas, mantenían una suerte de reuniones, sus graznidos colmaban el cielo vacío. Vivíamos en el primer piso de una vieja casa de piedra, a la salida del pueblo. La planta baja estaba compuesta por una gran pieza vacía que antaño había servido de depósito, y cuyas ventanas fueron tapiadas por orden de la Kommandantur. Es el olor de aquel tiempo lo que yo no puedo olvidar. Una mezcla de humo, de moho, un olor a castañas y a repollos, un algo de frío, de inquietante. La vida pasa, uno corre aventuras, se olvida. Pero el olor permanece, a veces resurge, en el momento en que uno menos lo espera, y con él regresan los recuerdos, la longitud del tiempo de la infancia, del tiempo de la guerra. La falta de dinero. ¿Cómo la adivina un niño de cuatro, cinco años? Mi abuela Germaine hablaba de eso algunas tardes, mientras yo me dormía a medias sobre mi plato vacío."¿Cómo vamos a hacer? Hace falta leche, legumbres, todo cuesta caro". No es dinero lo que falta, sino tiempo. Los medios para no pensar más en el tiempo, para no tener miedo del día que se acaba, del día que recomienza."
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