John Lanchester
Tomado de revista El Malpensante
¿Por qué un escritor deja a medias su novela y se mete de cabeza a escribir sobre bancos, hipotecas y dólares? Con un pie en la literatura y un bestseller sobre la crisis de Wall Street, el autor de este ensayo responde.
Una de las mejores cosas de ser escritor es que nadie te dice lo que tienes que hacer. No hay un jefe, o mejor, eres tu propio jefe. Una consecuencia de esto es que cuando te preguntas por qué estás haciendo algo no es necesario tener una respuesta inmediata. Puedes estar haciendo cosas que tomen meses o años de trabajo sin tener ni idea de por qué las haces. Culpar al jefe es culparte a ti mismo.
Varias veces, mientras escribía mi libro sobre la crisis financiera, me detuve a preguntarme por qué lo estaba escribiendo. Tenía sobre el escritorio el borrador completo de una novela, esperando ser terminada. Nunca antes había escrito un libro de no-ficción. (Había escrito una biografía de mis padres, pero eso es un animal distinto.) Sabía que había encontrado una faceta de la crisis que no tenía rival en cuanto a interés y drama, sabía también que estaba en una muy buena posición para escribir sobre el tema porque había seguido la historia desde antes de que se desencadenara; pero nada de eso explicaba por qué me sentía obligado a escribir un libro sobre ese tema cuando había otros libros que también quería escribir.
Un día, mientras caminaba por la calle Strand, recordé algo. El hotel Savoy queda al final de una callecita, solo una cuadra abajo de la Strand, una de mis calles favoritas en todo el mundo por una razón: fue durante muchos años la única calle de Inglaterra en la que era obligatorio manejar por la derecha.
El día que pasé frente al Savoy era el 7 de septiembre de 2009, la fecha en que Samoa se convirtió en el primer país, en décadas, que pasaba de la conducción por la derecha a la infinitamente más sensata y demostrablemente más segura práctica de manejar por la izquierda. (No bromeo cuando digo que es más segura: es estadísticamente cierto. Nadie tiene muy claro por qué, pero se sospecha que se debe a que nuestro ojo dominante es el derecho y que éste es el que más usamos al conducir. O quizá simplemente los extranjeros son más estúpidos que nosotros.) Había estado leyendo sobre el tema. Había leído acerca de por qué en muchos países solían manejar por la izquierda porque es la forma lógica de montar a caballo para las personas diestras, y sobre por qué todos los países en los que todavía se maneja por la izquierda tienen una fuerte influencia británica y son islas. Estaba meditando sobre este tema cuando la idea me sacudió: esto no podría ir en una novela. Una novela con una discusión sobre la diferencia entre manejar por la izquierda o la derecha sería... bueno, digamos que no tendría mucha prisa en leerla.
El mundo está lleno de cosas interesantes que no encajan en las formas tradicionales de la ficción. Esto se debe a que una novela debe parecer real. No debe ser literalmente real, la verdad que busca puede ser fantástica, salvaje, sobrenatural, ilógica, surrealista, incoherente, hasta loca; pero debe sentirse real. Debe generar un universo propio y crear un orden interno satisfactorio de acuerdo con ese universo; en sus propios y misteriosos términos.
Eso quiere decir que puedes hacer un montón de cosas en la ficción: mandar a tus personajes a Marte o al manicomio, o cambiarles el sexo, o la personalidad, o lo que sea, siempre y cuando parezca real. Pero hay límites, y uno de ellos tiene que ver con la improbabilidad. La ficción se lleva mal con la improbabilidad. Lo extraño está bien. Pero lo improbable, lo inverosímil, aquello que simplemente no debió ocurrir o que se siente como si no debiera haber ocurrido, incluso después de que ocurra, eso tiende a romper un universo ficcional.
Ese día en la calle Strand descubrí que lo que me atrae de la no-ficción es que se trata de una forma de escribir directamente sobre los muchos aspectos del mundo que la novela intenta forzosamente contener. Una forma de escribir sobre la conducción por la izquierda, o sobre la cadena de errores, invenciones y absurdos que llevaron a Occidente de un período de prosperidad sin precedentes a un colapso sistemático, sin advertencias ni shoks externos. Hablamos de algo interesante; hablamos de algo improbable.
El problema de los límites de la ficción me ha preocupado toda la vida. Entre las grandes formas artísticas, la novela es la más aferrada al mundo: puedes ignorar el mundo en una pintura, o en una sinfonía, o en una escultura, pero no puedes ignorarlo en una novela –al menos no en una que valga la pena leer. Sin embargo, esta condición mundana de la novela es limitada y hay terrenos que no logra cubrir bien. La improbabilidad es uno de ellos, y otro, me he dado cuenta, es el trabajo. El mundo del trabajo, especialmente el del trabajo moderno, está muy pobremente representado en la ficción.
Freud decía que los dos criterios de salud mental son la habilidad de amar y la de trabajar. El primero de esos impulsos está ampliamente narrado en el mundo de la ficción –de hecho, tan exhaustivamente que hay estantes y estantes repletos de libros que tratan en esencia sobre el amor. El mundo del trabajo, en cambio, apenas aparece. La mayoría de las grandes obras que describen el trabajo fueron escritas en el siglo XIX: las novelas de Dickens, las de Zola o Moby Dick (que entre muchas otras cosas es una gran novela sobre la caza de ballenas).
Tolstói estaba interesado en el trabajo, esto se ve especialmente en Anna Karenina, de la que todos recuerdan a Levin sudando en el campo con sus jornaleros, pero donde también hay una de las más vivas representaciones de la vida del servicio civil en el personaje de Oblonsky. Son sus actividades extramaritales las que inspiran la famosa apertura de la novela –“todas las familias felices se parecen”–, pero también hay que decir que ha obtenido gran respeto como burócrata. Tolstói escribe que lo había logrado sobre todo por “su completa indiferencia hacia el negocio en el que trabajaba, debido a la cual nunca se dejaba llevar por el entusiasmo y jamás cometía errores”. Los personajes de Dickens trabajan, y también los de Thackeray y Trollope, y los de Twain y Flaubert (lo que es más extraño si tenemos en cuenta que en toda su vida Flaubert jamás tuvo un día de trabajo pago).