jueves, 4 de diciembre de 2014




La estación tardía




La estación tardía
Espero alegre la salida y espero no volver jamás. Frida                         

Estábamos solos,
las cosas comunes, la vida y yo.
Nos envolvía el juvenil desaire de la existencia,
nos consternaba el impreciso día
de acondicionada vergüenza.
Despertaba el orden cotidiano de las cosas,
nos devoraba la materia
en su dualidad moral y espiritual.        
Éramos jóvenes aún,
experimentábamos la brutalidad
como una condición inalterable,
la brutalidad imponente,
el odio fatal, ¡oh Dios!,
eran los días del plomo y la codicia,  
de la violencia atroz
y la cruz insaciable del destino.
Desistir o castigar,
nos invadía el único motivo,
la sensación cronológica
y los 5,000 fragmentos de cenizas
de cada mediodía doblegado.
Jamás la sangre nuestra
por los ríos en un país de bestial reflejo,
jamás el cielo púrpura
-ni recorrer enfermo cada salvaje verano-.
Jamás esa venganza
o las calles imprecisas como átomos
distantes
o esos falsos momentos
y sus abismos que no importan
ni alumbran ni esa canción de criminal recuerdo.
Tengo amor,
tengo sueños para un país desnudo
y fulgurante que se acaba,
la infamia,
tengo la existencia pulida de muerte y rencor,
tengo el odio bífido y sediento
de centenares de seres,
el óxido radiante de los años
y la soledad infinita, atropellada,
el amor sufrido en la estación tardía
que encumbró la temporada
y la necrópolis que no vencimos,
que inyectó el vacío
como un veneno lento e inverso,
como un indómito relámpago.  



Irreversible
Yo siempre fui un adiós... Un brazo en alto, un yaraví quebrándose en las piedras, cuando quise quedarme vino el viento, vino la noche, y me llevó con ella.
Atahualpa Yupanqui
Oscurece,
se consuma la batalla
con el tiempo
y el gran espejismo que atrapa la ciudad.
Se llena la calle de silencio,
de bastardos atroces,
de reflejos intermitentes y miserables
que transitan el olvido.
Carga la gente su dolor
-la espuma enardecida reconoce el agua
que derrama a grandes mares-,
y sonríe a pesar de su delirio. 
La escasa luz se va difuminando,
el pecado y la agonía estrechan las palabras,
desaparece la multitud
poseída de infinitas preguntas.
El hambre azota a la solemne figura
-el hambre es un monólogo transparente
que quebranta la belleza-.
La gran metáfora de la vida
expira con el caserío reflejando
su inocente fulgor
y la lluvia ejerce su castigo
en la catástrofe imaginaria del ser
que, incuestionable, ajeno y elocuente,
cambia su vergüenza por monedas
y coronas de piedra o cartón.
Estamos de pie ante el equinoccio
en ese frenético mar de estatuas
y corceles de ensueño,
estamos en el instante
que devasta todo y cegamos al mítico cíclope
con la materia destruida
y la elegancia de los pobres en su trajín cotidiano.
Estamos en el instante
que dejó la carne erguida
y la inútil luna que esparció en la noche sus criaturas
de fatales abrazos y vísceras de plomo.
Viajamos en el camino de los magos
y otras subespecies imaginarias
que no escapan del diluvio,
de la mañana,
del sueño,
del castigo de la cíclica serpiente
y su fatal movimiento de reloj
o sus minúsculos incendios nocturnos
capaces de percibirlo todo.
El hedor -ingrata mirada del amor-, irrumpe,
pero la noche también es una inválida memoria
donde cada situación nos desdibuja.
La noche es un jardín de infinitas mariposas
y para morir se necesita una palabra,
palabras, canciones, miradas,
una visión carnal del paraíso
-el paraíso subterráneo del corazón-
que acostumbre a desaparecer
al transeúnte flagelado,
que delimite el poder absoluto
y la indiferencia,
la continua mentira que destruye
en las prisiones
y otros resquicios.
No tengo el dolor de todos,
pero siento el miedo del rotundo ser,
la concéntrica teoría
de la misericordia prometida
y las falsas aves que van cegándose.
No tengo el amor de quienes
dejaron todo como un secreto
y escribieron sueños
para el río que abraza
y devasta las horas y la soledad
y las sonrisas hermosas de amantes impulsivos.
La noche inexplicable
viaja oculta en los enigmas cotidianos
y es la misma desnudez encantadora
que esparce las esquirlas,
el irreversible laberinto de la muerte
que, sediento y nauseabundo,
arrastra todo con el asombro
del destierro entre visibles heridas
y la sustancia que exalta la arena,
el metal,
la arteria,
la absoluta mentira,
la tormenta,
la sangre,
la desdicha
y cada noción de sentimiento transgredido
o advertido
o escupido
en las vertiginosas islas de la noche
que derrama su espesor
como una vieja lámpara que se oculta
con el efecto definitivo de lo que ya es eterno.
 



En el valle de las sombras de muerte

“Vas a morir como un ganglio de luz que se ha vuelto loco…” Papasquiaro

Se puede enarbolar el miedo a media noche,
disipar las ansias,
soportar ofensas y otros horóscopos parcos.
Se puede negar el mal,
el fuego amenazante que dispara gritos
en infinidad de sentimientos.
Se puede una voraz infamia,
un cuerpo lívido
o una catástrofe de medidas sentimentales,
los extensos senderos recorridos
para no ceder al manto lúgubre de la oscuridad
o a esas atrocidades inhumanas. 
Así se esconde la maldad, se asume,
se incita a no entender ese marasmo lúdico,
ni esos gigantes necios que arrebatan la sangre rítmica,
la médula ósea de cada ser
y la monótona canción de la vida. 
Acá el enemigo contundente,
los huesos que asoman como flores
geográficamente antiguas
y se muere de miedo o de artificios de la fe,
de ese Cristo terrestre y lacrimógeno
de mirada incoherente que
no extrañamos ni exigimos
en el valle de las sombras de muerte.