domingo, 23 de enero de 2011

Literatura, compromiso y moral

Héctor Abad Faciolince

Las historias de las vidas de los santos eran literatura comprometida, y más aún, moralista, es decir, con una moral prescriptiva. La receta era simple: presentar vidas ejemplares que pudieran servir como receta vital. Si quieres ser un buen católico, sinónimo de buena persona, debes vivir según el ejemplo de los santos varones. Esta literatura típicamente medieval (que hoy se deja leer con el mismo placer extrañado que nos producen los bestiarios) tuvo un fugaz renacimiento en el siglo XIX. Preocupados por el auge de la novela realista, donde ya no se presentaban figuras nobles sino que incluso los protagonistas podían ser hombres disolutos y mujeres extraviadas, algunos propagandistas piadosos se dedicaron a reeditar historias hagiográficas.

Estos relatos amenos debían servir de antídoto a las perniciosas novelas modernas. Contra la funesta novelería, las vidas de los santos servían para afirmar "la autoridad paterna, la fe conyugal, la santidad de la ley, la inviolabilidad de la propiedad, la virtud, la piedad...". Y para enseñanza y escarmiento de las frívolas lectoras de novelas se proponía el ejemplo de las santas mujeres: Santa Genoveva, Santa Inés, Santa Clotilde... Hay que decir, sin embargo, que este remake del siglo XIX no tuvo mucho éxito y la novela burguesa, con personajes de todas las calañas, en la que abundan libertinos y prostitutas, se impuso como una representación más amena y fidedigna del mundo.

Luego vino el siglo XX y otras religiones tuvieron su momento de dominio: nazismo, comunismo, fascismo. Tan autoritarios como los prelados de la Iglesia católica, sus jerarcas quisieron imponer la forma en que debían escribirse las historias. También ellos, a su manera, preferían personajes ejemplares. Quemaron libros de autores decadentes, prohibieron las novelas de judíos, declararon indeseables a los escritores que escribían tramas con inclinaciones pequeño-burguesas, enviaron al Gulag a poetas y dramaturgos que no siguieran ciertas normas. Un nuevo tipo de literatura confesional, fiel a otra iglesia y con otros santos, trató de imponerse en las formas del arte: había que presentar con buenos ojos el ascenso del proletariado, las luchas de liberación de los pueblos, o bien proteger las sanas costumbres, o ensalzar a los pueblos superiores y a las razas puras. De esta receta no quedó nada bueno. La propaganda aria, comunista, falangista o indigenista es indigesta. La buena literatura siguió su camino, sin santos y sin héroes de una sola pieza; regresamos a los héroes ambiguos y complejos como Lázaro, don Quijote, Jacques, Cándido, Lucien de Rubempré, Julian Sorel... Úrsula Iguarán es real y terrena como Sancho; la Maga y Emma Sunz son de carne y hueso, como Fortunata y Jacinta.

¿Quiere decir esto que ya no hay Novelas ejemplares, y que ya ninguna historia ni ningún escritor debe proponer un "modelo moral" como se hacía en las vidas de los santos? No es así. Por mucho que la novela no tome partido, los dilemas morales son parte esencial del quehacer literario. Los lectores reconocen al benévolo y al malévolo sin que el autor deba decir que X es bueno e Y es malo. Dijo Borges: "Vedar la ética es arbitrariamente empobrecer la literatura. La puritánica doctrina del arte por el arte nos privaría..." y sigue una lista de casi todos los escritores del mundo.

Sucede que lo que un buen escritor describe en tintas claras u oscuras no es lo que le dicta previamente una iglesia, una secta o un partido. Todos los grandes escritores antiguos, modernos y contemporáneos tienen un hondo sentido ético. Si Marías escribe sobre la traición o Vargas Llosa sobre los horrores imperiales o Cercas sobre la ambigüedad de los malvados es porque en todos hay una pasión moral y una sed de justicia. Sin el repudio implícito a la violencia contra las mujeres es imposible incluso de leer a un escritor como Stieg Larsson.

Héctor Abad Faciolince (Medellín, 1958) publicó el año pasado el libro de relatos Traiciones de la memoria (Alfaguara). Tomado de Diario El País

"Nunca he sido un tipo nostálgico"

Clint Eastwood


Me llaman mucho la atención estas palabras de Clint Eastwood, porque cada vez que veo una cinta de él, es lo que más me produce, nostalgia. A propósito del estreno de "Más allá de la vida", una entrevista concedida a Diario El País de España.

Empezó su carrera como John Wayne y a este ritmo la acabará como John Ford. A sus 80 años Clint Eastwood cuenta con 66 películas como actor y 32 como director, las seis últimas realizadas en menos de cuatro años. Más allá de la vida le acerca a la mortalidad pero Eastwood no tiene prisa. Tampoco miedo. Hay quien quiere ver en esta historia sobre el otro lado de la muerte una reflexión del ganador de cuatro oscars sobre un inevitable final. El realizador, retirado de la interpretación, dice que solo ha buscado algo nuevo que contar. Una vez más fue contracorriente con un rodaje rápido, barato y sin alharacas para realizar un filme que la musa de sus últimas películas, Matt Damon, define como "la película francesa de Clint". Toda una ironía para un genio genuinamente estadounidense que, como todos los grandes, se niega a morir.

Pregunta. Es inevitable preguntarle si cree en la vida después de la muerte.

Respuesta. La mayor parte de la población quiere creerlo. Lo mismo con las religiones, todas creen que existe algo después de la muerte. A mí lo que me interesó del guión de Peter Morgan no es la reflexión sobre la muerte sino la presencia de un héroe que no quiere serlo, la idea de una vida que, como él mismo dice, solo se mueve entorno a la muerte y por ello no merece la pena ser vivida.

P. Pero su creencia, ¿cuál es?

R. No pienso en el más allá, en lo que quiera que haya después de la muerte, si es que lo hay. Prefiero pensar que solo tenemos una oportunidad de vivir en este mundo y mejor que la aprovechemos al máximo.

P. Practica con el ejemplo, cabría decir.

R. Nunca he sido un tipo nostálgico. Vivo en el presente una vida maravillosa y no tengo quejas ni nostalgias.

P. ¿Alguna vez pensó que llegaría tan lejos?

R. Todo el mundo sueña algo así ¿no? Todo el mundo sueña con ser lo mejor, tiene esa ambición. Recuerdo cuando hice Escalofrío en la noche que pensé: "Si esto sale bien algún día podré ganarme la vida detrás de la cámara porque quizá a los 78 años ya no quiera verme en pantalla [risas]". Pero he hecho lo que hecho y está siendo un gran viaje.

P. Sus deseos se han visto cumplidos al pie de la letra. ¿Es más agradable contar con Matt Damon como su álter ego delante de la cámara?

R. Matt es un actor de verdad sin nada de pose. Y eso se ve en su trabajo. Es capaz de ofrecer una interpretación tan sutil que ni parece que esté actuando. Sin trucos. Alguien con un gran éxito que además quiere seguir expandiéndose. Un gran guionista que estoy seguro será un gran director. Estoy seguro que lo querrá intentar en algún momento.

P. Siendo una de sus películas más intimistas, Más allá de la vida también es el largometraje con más efectos especiales de su carrera. ¿Le interesan los avances tecnológicos en el cine?

R. Desafortunadamente todavía no he visto Avatar, pero veo la evolución de Hollywood como una búsqueda de nuevas fronteras. Yo me podía haber contentado haciendo el género de películas por el que me di a conocer hace unos años. Pero en la última década preferí buscar algo diferente. No es inseguridad, se trata de experimentar. Uno siempre aprende algo nuevo. Como en los efectos especiales. Lo malo es que son prohibitivamente caros.

P. Dinero que se ahorra en sus bandas sonoras... ¿Qué proceso emplea al componer su música?

R. Depende de la película. En ocasiones tengo la música en la cabeza antes de empezar a rodar, como en Sin perdón. En este caso, como me pasó con El intercambio, la música me llegó cuando estaba en la sala de montaje, momento en el que buscas los sonidos de tu película. Para mí, la música no tiene por qué imponerse sobre el resto de los elementos del filme: lo mismo que siempre me ha gustado la música, también me atraen los silencios.

P. ¿Qué le espera después de Más allá de la vida ?

R. Leonardo [DiCaprio] quiere protagonizar J. Hoover, así que empezamos este año. Obviamente se trata de una película con aspectos biográficos, así que buscamos un cierto reflejo de la realidad. También habrá algo de especulación, ciertas libertades. Cada película tiene un nuevo horizonte que conquistar.

sábado, 22 de enero de 2011

Robert Johnson y los pactos con el diablo

Robert Johnson, en una de las pocas fotos conocidas de él.


Clarksdale es un pequeño pueblo de tierras verdes, lagos profundos, y cercano a la inmensidad del río Misisipi, que a su paso por el pueblo separa el estado de Arkansas del de Misisipi. Allí también se cruzan las autopistas 61 y 49 en las que según cuenta la leyenda el joven Robert Johnson vendió su alma al diablo a cambio de convertirse en el mejor bluesman.

Las leyendas, son eso, pero también esconden historias que carecen de explicaciones sencillas. Robert Johnson (1911) desapareció durante tres meses de los locales de blues, ningún otro músico le vio durante ese tiempo, cuando reapareció sentía la música como nadie la sentía y la tocaba de un modo diferente. Son House trató a Robert Johnson en esa época, y le recordaba como un guitarrista pésimo, carente del talento e imaginación hasta su desaparición. Por aquel entonces tenía 24 años, tres años después fallecía en extrañas circunstancias dando pie a otra leyenda, la de los músicos que morirían a los 27 años; Brian Jones, Janis Joplin, Jimmy Hendrix, Jim Morrison o Kurt Cobain.

El pacto con el diablo


Toda la vida de Robert Johnson está llena de sombras y dudas, si quiera se conoce con exactitud la fecha de su nacimiento, desconoció el nombre de su padre biológico hasta la adolescencia, sólo hay dos fotografías suyas y murió envenenado por un marido celoso en un cruce de carreteras cerca de Greenwood en agosto de 1938.

La leyenda cuenta que una noche, en una plantación cercana a su casa en Clarksdale, un hombre alto y negro se acercó a Johnson, cogió su guitarra, la afinó, tocó un par de canciones y se la devolvió al joven bluesman, así se cerró el pacto y esa leyenda se fue extendiendo como la pólvora. Dos décadas después los blancos músicos ingleses rescataban la música de Johnson para la eternidad. Martin Scorsese lo explicaría así, "La historia con Robert Johnson es que sólo existió en sus discos, era pura leyenda". Johnson pasaría a la historia con el sobrenombre de "El rey del blues del delta".

Un legado de leyenda

El joven Johnson se crió en un hogar roto, hijo de una esclava entre dos hombres. El músico se casó dos veces, la primera en 1929 con Virginia Travis, él tenía 18 años y ella 16 cuando se quedó embarazada, posteriormente fallecería durante el parto. Johnson se volvería a casar unos años después y tendría descendencia.

Robert Johnson sólo grabó 29 canciones en vida en dos sesiones de grabación entre 1936 y 1937, todas y cada una de ellas tendría continuidad en el tiempo con versiones en los primeros discos de Cream, Led Zeppelin, los Rolling Stones o Fleetwood Mac, miembros destacados de una lista interminable que contribuyó a que la revista Rolling Stone situase al bluesman en el quinto puesto de los mejores guitarristas del siglo XX.

jueves, 6 de enero de 2011

Mis tratos con la marihuana



Luis Fernando Afanador
Revista El Malpensante

Cuando abrí el armario de mi hermano mayor vi el bareto. Entonces era cierto: fumaba marihuana. Quedé frío, sin reacción, como si hubiera perdido a mi hermano.Yo tenía 14 años, vivíamos en Ibagué y para mis padres la marihuana era la perdición. Y todo parecía indicar que él la fumaba: tenía el pelo largo, le encantaba el rock y andaba para arriba y para abajo con Moncho Plazas, un reputado marihuanero de la ciudad que usaba unas pintas estrafalarias. Era seguro, aunque él siempre lo negaba. Y mis padres, ingenuamente, le creían. O se hacían los que le creían, así son las familias; nunca ven lo que no les conviene y menos tratándose de los hijos consentidos. Mi mamá moría –y sigue muriendo– por mi hermano mayor. Y mi mamá, sin llegar a ser una matrona, mandaba en la casa.

Solo faltaba la “plena prueba” y yo acababa de descubrirla: ahí estaba el bareto, en el armario bajo llave que antes había sido un lugar prohibido lleno de tesoros: dinero, ropa, revistas, discos y fotos de mujeres. Hubiera podido delatarlo. O chantajearlo: su suerte estaba en mis manos. Sin embargo, no quise cobrar mi victoria. Realmente estaba consternado. Mis padres me habían llevado a ver una película sobre una muchacha que había empezado fumando marihuana y terminó muriéndose “en el infierno de las drogas”. Quedé traumatizado. Además, mi hermano también era mi ídolo. Secretamente yo anhelaba su mundo: de paseos, discotecas, carros, amistades incondicionales y muchachas bonitas. Decidí darle la oportunidad de mentir y seguí con el deporte familiar de no barrer debajo de la cama. Lo encaré, le dije de frente que había visto un cacho de marihuana en su armario. Me respondió impasible: “Se lo estaba guardando a Moncho Plazas”. La vida siguió como antes.

Hasta que un día un vecino, Gustavo, mucho mayor que yo, me pidió que le prestara unos discos de mi hermano que había escuchado en un programa de rock que él tenía con un amigo en una emisora local. Acababa de enterarme de que mi hermano tenía unas apetecidas “joyas” que me daban estatus en el barrio. Un “grande” requería de mis favores. Imposible negarme. E imposible prestárselos. Me tocó ir a escucharlos con él. Escuchar esa música que a la vez me atraía y me asustaba porque la asociaba directamente con la marihuana. Llegamos a su casa y, oh sorpresa, la otra invitada era la rubia divina del barrio. Nada que hacer: los marihuaneros conseguían las mejores viejas. Y estaba ahí, en el piso, sentada a mi lado, en actitud relajada. Mientras Gustavo empezaba a armar el bareto, yo sudaba y trataba de encontrar una disculpa para no “meter” que me dejara bien librado. Mejor dicho: que no me dejara como un huevón. Por primera vez sentí lo que era la presión de grupo. Aunque, teniendo en cuenta a la rubia divina, podría hablarse mejor de presión de “grupa”. Gustavo terminó de armarlo y me lo pasó: “No, gracias, más tarde”. La rubia divina, en cambio, no vaciló: aspiró varias veces mientras Gustavo le subía el volumen al disco The Very Best of Cream (¿o era Jethro Tull?). Miré a la rubia divina que después de fumar se echó unas gotas en los ojos y se fue para un mundo en el que, claramente, yo existía aún menos. El tiempo pasaba lento y yo –no sé para quién– ponía cara de estar muy interesado en la música. Fingía que me sollaba la música; fingía que no era un huevón. De pronto, Gustavo dijo que la marihuana se había acabado y me pidió que lo acompañara a comprar. Me provocó abrazarlo, darle las gracias: todavía me tenía en cuenta, a pesar de todo. Tomamos un bus y nos bajamos en una tienda de mala muerte hacia la salida para Armenia. Gustavo le habló a la dueña con un santo y seña y ella llamó a un muchacho que al rato se apareció con un paquete. Estaba asustado pero alcanzaba a disfrutar la adrenalina del peligro y de la clandestinidad. Si no era marihuanero, al menos podía llegar a ser un buen cómplice, “un man fresco”.

A los pocos años, ya no fue raro ver a los amigos fumando marihuana. En la esquina, en el cine, en cualquier parte, rodaba el bareto tranquilamente. Pero ya no me daba pena decir que no: me había vuelto simpatizante de izquierda –participaba en grupos de estudios marxistas– y los marihuaneros me parecían decadentes, alienados, oprimidos por la cultura del imperialismo. Aunque eso sí: seguía envidiándoles sus nenas bonitas, que escaseaban entre nuestras “compañeras”.

Me vine a Bogotá a estudiar junto con mi hermano mayor, que muy temprano empezó a trabajar y a encontrarle el gusto al dinero. Si fumaba, fumaba muy poco: la marihuana vuelve muy perezosa a la gente y eso es incompatible con hacer plata. Luego de vivir con una tía, de peregrinar por varias residencias estudiantiles, recalamos en una sui géneris administrada por los mismos estudiantes. Era una delicia; allí viví mi mejor época de estudiante, en un cuarto inolvidable junto a un árbol de sauce. Había estudiantes de todas las regiones, de todas las tendencias, caracteres y gustos. Había, por supuesto, varios marihuaneros. Que eran, por cierto, los más queridos y con los que mejor se hablaba de política, de música, de cine y de literatura. Fumaban marihuana todos los días. Tanto que a veces se engañaban ellos mismos. Alguno decía: “Hace rato que no me trabo”. Otro le respondía: “Ve, yo tampoco, ¿por qué no armamos un bareto?”. Es cierto, ahí lo comprobé: no es fácil dejar la marihuana. Fumaban y fumaban con sus lindas nenas y yo incólume, con mis firmes convicciones de izquierda, culpabilizándolos un poco por mi simple negativa a probarla.

Hasta que un día –llevaba ya tres años viviendo en la residencia– me entró la curiosidad de probarla. ¿Por qué? No sé: por joder, por cambiar, por la curiosidad de tanto verla, por no seguir siendo un adalid de nada y mucho menos de la moral. Le pedí al más burro que consiguiera un bareto. Fumé –yo no fumaba ni siquiera cigarrillos– y me senté a esperar. Nada, no sentí nada. “Es la marihuana, no es buena”, sentenció el experto. A los tres días se apareció con un paquete: “Es punto rojo, la mejor, no falla”. Por si las dudas, y porque no sabía aspirar, fumé bastante. Sentí demasiado: sentí que el piso se movía; me quedé media hora pensando si bajaba las escaleras y una eternidad mirándome en el espejo del baño sorprendido de que “ése” fuera yo. Sensaciones amorfas, extrañas, poco agradables. ¿Cuál era la bulla? El burro, como un profesor paciente, me explicó: “Hay que aterrizar la traba. Usted no se puede trabar y esperar a ver qué pasa. Hay que trabarse y hacer algo: leer, ir a cine, escuchar música, hacer el amor”. Leer no pude; hacer el amor no tenía con quién; escuchar música no me pareció mejor que hacerlo con audífonos. Me quedaba el cine: qué maravilla. O mejor: “qué nota”. Sobre todo, los musicales: Dulce caridad y Fama. La marihuana exacerba los sentidos pero a mí me exacerbaba especialmente el de la vista. Y la paranoia: así como era placentero ver las películas, era igual de angustioso tomar el bus para ir al teatro, padecer la mirada acusatoria de cada uno de los pasajeros que me gritaban como en el poema de Barba Jacob: “¡Eres un marihuano, un perdido!”. No aguanté la paranoia; en la balanza, mayor que el gusto. No volví a trabarme para ir a cine. Entre tanto, la acogida que me dieron los marihuaneros de la residencia fue conmovedora. Al fin era uno de los suyos, un carnal, parte de la cofradía, de la familia entrañable.

Por esa época leía mucho psicoanálisis y estaba obsesionado con psicoanalizarme. Se me ocurrió que la marihuana podía ayudarme en ese propósito. Y vaya si me ayudó: entendí la enfermiza relación con mi madre. Me curé del asma, que es un amor quejoso. La perdoné y quedó en paz mi relación con ella. Pude verbalizar una palabra mágica que fue tan brutal como esclarecedora. Muchos años después lo pude decir mejor, con la sutileza y los matices que proporciona el lenguaje poético:

Edipo resuelto

Le habían dado en el reparto
La actuación más difícil
La más triste
La de la madre
Que debía amar a su hijo.

Nunca más volví a probar la marihuana. No me ha hecho falta.